Michel Bouvier conmueve. Por su dolor insondable, que somos incapaces de imaginar en quien, sufriendo una pérdida irreparable, sabe que esa pérdida no es hija de un capricho del destino sino de un acto criminal atroz. Bouvier nos conmueve por eso, pero también por otra cosa: no reclama venganza, sino justicia. (Daniel Avalos)

El reclamo, insistamos, estremece por provenir de alguien que ha declarado que la ausencia de su hija se torna cada vez “más aguda e insoportable”; que sabe que se trata de una ausencia irremediable porque un crimen aberrante lo ha obligado a protagonizar lo que él estaba seguro de que no iba a protagonizar: sepultar a su hija. Sepultura que además le confirmó lo que todo sabemos pero pocas veces vivenciamos: la muerte de un ser amado como tragedia insoportable, tortuosa y angustiante por demostrarnos, efectivamente, la finitud de la vida misma. Allí radica el heroísmo de Bouvier. En su lucha por conciliar ese inescrutable dolor que a muchos inclina compresiblemente a un iracundo pedido de reparación inmediata, con un reclamo cuyos beneficios trascienden su propio dolor y a su propia demanda.

El reclamo, además, aparece en un escenario como el nuestro en donde el pedido de mano dura se hace cada vez mayor. Un tipo de pedido que siempre encierra la idea de que la Justicia debe involucionar hacia la mecánica de una venganza. Esa que muchos ciudadanos creen que puede reparar, al menos en parte, el sufrimiento que los hechos de inseguridad generan en hombres y mujeres, padres y madres, hijos e hijas, esposas y esposos, amigas y amigos. Un pedido que crece en la provincia y en el país sin que muchos reparen que en la importancia del mismo, está inscripto el fracaso de la Justicia. Una Justicia que no escapa a la crisis de representación que la antipolítica siempre atribuye con exclusividad a los políticos. Una Justicia que, incapaz de mostrarse eficaz a la hora de determinar culpabilidades y administrar penalidades, termina inclinando a muchos a ejercitar una apología del castigo sumario y a que esos muchos exijan que independientemente del debido juicio, corresponde que el delincuente sea objeto de un dolor proporcional a la ofensa que ese delincuente ha cometido. Una forma de justicia que ha caracterizado a las sociedades premodernas y que ahora gana prestigio entre ciudadanos comunes y corrientes del siglo XXI que, paradójicamente, quieren delegar la facultad de la venganza en los mismos que han fracasado en combatir el delito y administrar justicia: policías y jueces. La paradoja, sin embargo, es solo aparente. Y lo es porque los que administran el Poder se han puesto a la cabeza de esas demandas de mano dura para así sostener la falsedad que desean sostener: que la inseguridad, el crimen, la marginalidad y tantas otras cosas no son el resultado del sistema injusto que ellos han montado, conservan y gestionan; sino de la maldad infinita de los delincuentes.

Jean Michel Bouvier ha declarado que justamente eso… es lo que no quiere. En el semanario francés Le Point, luego citado por Clarín, declaró: “No pido chivos expiatorios, reclamo un proceso moderno y ejemplar”.  Y uno lee esas declaraciones y dice ¡caramba!, esas palabras sí que son poderosas. Lo son por retratar bien a esta provincia. Palabras que confirman, además, que nunca es ocioso mirarse a uno mismo con los ojos de los otros. Esos otros que, poseyendo una distancia crítica que uno no tiene por ser parte del todo, suelen ver lo que nosotros no, porque muchas veces lo cercano suele volverse nebuloso. Hay en esas palabras de Bouvier, en definitiva, el claro señalamiento de una de las características de este Poder salteño y de la necesidad que tiene de las figuras muchas veces arcaicas, de los perejiles poco sofisticados que una vez encarcelados, permiten a ese Poder salvaguardar su honorabilidad mentirosa porque encerrándo al perejil, ese orden se publicita como eficaz para deshacerse de los malos y, así, declamar que la normal convivencia se ha recuperado. Bouvier no quiere ser cómplice de eso y por eso reclama algo que hasta ahora ha ocurrido poco en los casos resonantes salteños: “una justicia moderna y ejemplar”. No sabemos con precisión qué significa esto para Bouvier, pero seguramente debe parecerse mucho a lo que se entiende en todo el mundo: una adecuada administración de penalidades que debe ser el resultado de una investigación que respetando las leyes, produzca las evidencias necesarias para dejar en claro que lo que se dice de una cosa, se corresponde con lo que esa cosa efectivamente fue o es.

Evidentemente, el padre de Cassandre Bouvier duda de que la investigación judicial sobre el asesinato de su hija y una amiga de esta, haya garantizado una justicia moderna y ejemplar. Con una integridad a prueba de todo, volvió a remarcar que dos de los acusados están siendo procesados a partir de pruebas que la justicia francesa considera cuestionables o directamente ausentes. Vuelve a advertir que su dolor no lo llevará a traicionar lo que siempre ha creído y aquellas ideas por las que su hija había luchado: preferir un culpable libre a un inocente encarcelado (El Tribuno 28/03/14). Y seguramente por eso ya había expuesto sus reparos sobre la pericia e integridad del juez que condujo esa investigación: Martín Pérez, el hombre que, luego de dirigir el caso, fue ascendido al rango de camarista. Sobre el trabajo de este, opinó que se trata de “una mezcla de contradicciones, pistas sin explotar y prejuicios”. Lo primero y lo segundo es inaceptable para un hombre de la justicia que, por serlo, se vale de atributos legales para conducir un equipo de investigadores, encarcelar sospechosos, exigir testimoniales, ordenar pericias o allanar domicilios que ayuden a esclarecer la verdad de los hechos. La cuestión de los prejuicios no es menos grave. Supone un contundente rechazo a la idea de que ciertas miradas distorsionadas de la realidad y de ciertos seres humanos, terminen subordinándose a la ciencia; o que el particular prejuicio sirva para explicar aquello que la ciencia no pudo resolver. Si alguien creyó que en esto Bouvier exageraba, Martín Pérez se encargó de desmentirlo. En una entrevista publicada por La Gaceta de Tucumán, el ahora camarista declaró que el alcohol era el denominador común de los acusados y que al acto aberrante él “no se lo explica (sic). Por ahí pienso (sic) que venían de hace tiempo dedicado a robarles a los turistas del lugar. Hemos buscado denuncias anteriores y no encontramos gran cosa (sic). Creo que estaban medio entonados, han visto a estas chicas francesas que eran lindas y han dicho ´ahora o nunca´” (sic). He allí el prejuicio: un tipo de relato que, sin poder explicarse racionalmente, se toma como verdadero y que, en este caso, puede resumirse así: la combinación de vicios, ciertas canalladas y hasta potenciales fealdades, dan por resultado seres monstruosos que por supuesto cometen monstruosidades. Si la venganza, entonces, fue propia de la administración de justicia de los estados premodernos, bien podría Martín Pérez asemejarse a esos inquisidores medievales que se valían de la mera sospecha para sentenciar una culpabilidad que el sospechoso admitía cuando el verdugo al servicio del inquisidor, se entregaba a un sadismo sin retorno para arrancar al sospechoso una versión de los hechos que coincida con lo que la sospecha ya había sentenciado.

Hacemos fuerza para que la Justicia empiece a mostrar un ejercicio moderno y ejemplar. Mientras tanto, volvemos a resaltar esa conducta conmovedora del padre de una de las víctimas. Conducta que no es distinta a la de los muchos salteños que cada viernes, con los rostros de sus seres queridos estampados en una pancarta, marchan alrededor de la Plaza 9 de Julio exigiendo justicia para los suyos. Que lo hacen sin la menor jactancia, sin declamarse héroes, a veces con una expresión en el rostro que denota una extraña manera de protesta y resignación, rebeldía y sumisión a un orden que, siendo injusto, con ellos lo es doblemente. Que marchan casi siempre, también, ante la indiferencia de miles de transeúntes. Una indiferencia que nos deja desolados por empeñarse en mostrarnos que la sociedad misma ha naturalizado conductas que permiten que el juez que no investiga, el juez que no sentencia, el policía que tortura, el funcionario que no denuncia… sientan que no deben asumir su propia responsabilidad moral al respecto. Justo eso que Hannah Arendt denominó alguna vez, “la banalidad del mal”.