A mediados de 2001, tres jugadores de la selección sub 20 de Etiopía se refugiaron en una casa de Chachapoyas. Intentaban escapar de la dura realidad de su país y terminaron entrenando con Juventud Antoniana. (Federico Anzardi)

La información era rarísima. Exótica como africano comprando buñuelos en el puente de Vaqueros un domingo a la tarde. Bueno, algo de eso había.

“Sin rastros de los etíopes”, rezaba un breve artículo sin firma publicado en la página 35 del diario El Tribuno del miércoles 27 de junio de 2001. La nota aseguraba que Abukakar Ismail, Getachew Solomon y Seman Hussein, jugadores de la selección sub 20 de Etiopía que había disputado el mundial de la categoría en nuestra ciudad, se encontraban desaparecidos desde el lunes 25.

Para el diario se trataba de “una historia de libertad programada”, algo “que uno se imaginaba que sólo sucedía con protagonistas cubanos o rusos en épocas de la guerra fría entre el comunismo y el liberalismo”. El artículo, ilustrado con una foto de Solomon, aseguraba que la Policía los estaba buscando por toda la provincia a pesar de que no existía una denuncia formal. Sin embargo, para el momento en que esa edición del matutino se distribuía por todos los quioscos, la causa ya estaba caratulada como “desaparición de menores”. Es que dos de los tres jugadores tenían menos de 18 años.

Un equipo del fondo

La selección sub 20 de Etiopía integró el grupo E del Mundial Sub 20 Argentina 2001. Sus rivales fueron Ecuador, Costa Rica y Holanda. Todos los partidos se jugaron en el Estadio Padre Ernesto Martearena. El 18 de junio, los etíopes se enfrentaron a los ecuatorianos. Perdieron 2 a 1. Tres días más tarde llegaron los ticos, que ganaron 3 a 1. El 24 de junio, cerraron su participación con el encuentro ante los europeos. Cayeron por tres goles a dos.

Con tres partidos jugados, tres partidos perdidos, cuatro goles a favor y ocho en contra, Etiopía se despidió del Mundial Sub 20. Terminó 22° en el ranking final del campeonato de 24 equipos, sólo por delante de Irán y Canadá.

Tras la eliminación del torneo, a los jugadores etíopes sólo les quedaba tiempo para hacer el bolso y recorrer un rato el centro de la ciudad de Salta antes de volver a su país. Ni siquiera tenían el dinero suficiente para comprar recuerdos de su paso por el Norte argentino. Sin embargo, Ismail, Solomon y Hussein no carecían de ideas. Tal como lo habían planeado antes de llegar a Salta, salieron del Hotel Presidente a las 4.30 de la madrugada del lunes 25. Iban con lo puesto.

Después de fugarse sin documentos, los tres jugadores fueron a un locutorio de calle Balcarce. Intentaron conectarse a internet (la internet de esos años, en la que uno tardaba media hora para responder un mail) pero “no tenían un cobre”, según relató después el dueño del local.

En esos días de incertidumbre, las teorías que se manejaban alrededor de la desaparición de los etíopes eran varias y muy diversas. El Tribuno arrojaba tres. “La primera es de índole religioso: los tres jugadores involucrados en este abandono de la delegación son musulmanes. Ellos habrían elegido no volver a su país porque no pueden practicar su religión y el fundamentalismo que gira entorno a esta idea es mucho más fuerte que razón alguna”, aseguraba el matutino. “La segunda hipótesis es deportiva -continuaba-: los jugadores tendrían arreglada una incorporación a equipos argentinos (…) Por otra parte, se hablaba de una negación política: los jugadores no están de acuerdo a la forma de gobierno (dictadura) ni a las pocas posibilidades laborales que se pueden acceder en ese país; hoy en día uno de los más pobres del mundo”.

La aparición

La tapa de El Tribuno del 3 de julio mostraba a tres jóvenes de expresión tímida sentados alrededor de la mesa de una casa de clase media. Eran los jugadores etíopes, que finalmente daban la cara. El matutino había logrado ingresar a la vivienda donde habían estado escondidos durante una semana.

“Los etíopes piden un hábeas corpus”, se titulaba el artículo que ese día fue publicado en el diario. Allí se informaba que los tres jugadores estaban “en una casa particular en muy buen estado y con la esperanza de viajar a los Estados Unidos”. Agregaba que Solomon, Ismail y Hussein se habían refugiado con una familia salteña. “Más allá del afecto, no hay noviazgo de por medio, según explicaron los dueños de casa”, aclaraba.

Mientras esperaban la resolución del juez federal Abel Cornejo tras la presentación de un hábeas corpus a través del abogado Ricardo Astudillo, los etíopes no podían salir de la casa, que nadie sabía dónde quedaba. Estaban obligados a permanecer encerrados y se acoplaron a la rutina de la familia. Picaron cebollas y huevos duros para preparar empanadas y jugaron al yenga y al gallito ciego con sus anfitriones. “Parecen tres pollitos. Lloro y sufro porque no pueden volver. Si no, los van a matar”, aseguraba Luisa, la dueña del hogar.

Finalmente, el mismo día que la nota fue publicada, la Justicia falló a su favor y pudieron circular por la ciudad como cualquier salteño. Entonces se supo: estaban en una casa “en la zona próxima a Chachapoyas”. Salieron a la calle y empezaron a firmar autógrafos. Se sacaron fotos y causaron sensación. Incluso recibieron la invitación de Néstor Choque, técnico de Juventud Antoniana, para entrenar.

El entrenamiento con Juventud se hizo en el predio de la Universidad Católica. Fueron sólo Ismail y Solomon. Hussein prefirió quedarse en la casa, mirando uno de los partidos del mundial que los había depositado en la lejana Salta.

Refugio y después

La historia de los tres etíopes refugiados en Salta trascendió a nivel nacional. Todos los medios de Buenos Aires se hicieron eco de la historia.

“Una nación agreste y jaqueada por distintos peligros, a la que un conflicto bélico no saldado con la vecina Eritrea le arrebató la salida al mar y donde hoy viven casi 60 millones de habitantes, es la patria de estos jugadores que se lanzaron a la búsqueda de un destino mejor. Podría suponerse que en esta Argentina convulsionada ya comenzaron perdiendo: no poseen dinero, apenas deben balbucear nuestro idioma (en Etiopía, la lengua oficial es el amárico) y sólo contarían con la inestimable solidaridad de algunas personas que los ocultaron, ya que a nadie pasarían inadvertidos por las calles de Salta”, escribió el periodista Gustavo Veiga en Página 12, cuando todavía estaban desaparecidos.

Seis meses después, el periodista Andrés Burgo encontró a Solomon e Ismail en Buenos Aires, donde se habían instalado después de atravesar todas las trabas burocráticas. En una nota que apareció en Clarín el sábado 26 de enero de 2002, informaba que los etíopes no entendían los cacerolazos ni los saqueos que dominaban la realidad argentina de esos días. Y que se sorprendían por la violencia de la convulsionada capital del país, además de las interminables colas frente a los bancos. Agregaba que Hussein había decidido volver a nuestra ciudad tras una experiencia porteña que no prosperó.

“Vinimos desde Salta porque queremos jugar al fútbol, queremos entrenarnos en algún club. Acá hablamos con gente de la AFA, que nos regaló tres pelotas. Pero aún no tenemos autorización de la FIFA. El pase pertenece a nuestro club de Etiopía y allá está todo controlado por el gobierno. No sabemos qué hacer”, aseguraba Ismail, que además contaba parte de sus días en Buenos Aires: “Fuimos a ver River 6 – Central 1, fue hermoso. En Etiopía lo único que se conoce de Argentina es Maradona, lo conocen todos. Fue un jugador excelente, tiene una mano en su pierna izquierda. Es una ciudad muy grande, no se parece en nada a Addis Abeba, la capital de Etiopía. Allá estamos entre las montañas”.

La nota de Clarín terminaba con un mensaje claro de los etíopes: “Queremos la paz”. Era lo que habían venido a buscar.