Hubo un momento, durante gran parte de 2016, en el que pareció que el gobierno de Macri y el peronismo habían encontrado una fórmula para pacificar el país. Varios acuerdos importantes se suscribieron en el Congreso, y fueron aprobadas leyes decisivas para la nueva administración.

Gobernadores, senadores y diputados peronistas permitieron mediante la negociación y el pacto la gobernabilidad de Macri. Luego, el peronismo moderado dejó que la impronta confrontativa del kirchnerismo le ganara a su imagen acuerdista. El Gobierno, a su vez, no hizo nada para moderar el impulso beligerante de muchos militantes propios, convertidos ya al antiperonismo. Las heridas se reabrieron y una división profunda volvió a separar en dos bandos a gran parte de la sociedad. «La vieja grieta es ya un abismo», concluye un agudo observador. Así se llegó a estos días, cuando falta una semana para las primeras elecciones legislativas de la era Macri. Existe la certeza de que ningún gobierno puede administrar el país en medio de semejante dicotomía social, aunque nadie reconoce su existencia.

Uno de los elementos que influyeron en la preservación de la grieta es la permanencia de Cristina Kirchner, que fue quien la inauguró de manera brutal en su segundo mandato. No sólo provocó el fanatismo de los suyos, sino también el fanatismo de sus opositores. Cristina Kirchner es también una construcción política del antikirchnerismo, que nunca la olvidó. No hay peor enemigo para un político que el olvido, pero sus detractores no dejaron nunca de hablar de ella. Hablan mal, pero hablan sin parar de ella. Es precisamente lo que necesita cualquier político. Otro factor decisivo para conservar el furor antikirchnerista fue la insoportable lentitud de la Justicia. Revelaciones de una magnitud nunca vista sobre la corrupción en el Estado no terminaron hasta ahora en ninguna decisión ejemplar que incluyera a los principales protagonistas de la década pasada. Para peor, la ex presidenta ni siquiera desautorizó a sus seguidores que proclamaban, con palabras y con símbolos, la rápida caída de un presidente constitucional. La figura del helicóptero se convirtió en un obsceno cotillón del kirchnerismo.

La grieta (o el abismo) tiene componentes tan llamativos como asombrosos. Se ha llegado al extremo de que el público que consume medios audiovisuales confecciona indirectamente su agenda periodística. El antikirchnerismo no acepta, por ejemplo, que dirigentes peronistas sean convocados por canales o radios que fueron históricamente críticos del kirchnerismo. Dejan de ver o de escuchar la televisión y la radio cuando eso sucede. Lo mismo ocurre en los medios que simpatizan con el kirchnerismo cuando éstos convocan a dirigentes macristas o antikirchneristas. Oyentes y televidentes se van. Unos y otros han perdido cualquier interés en conocer la opinión del otro, que es el esfuerzo básico que reclama la convivencia. Están más cómodos en la simple estigmatización del enemigo.

Furiosos kirchneristas han regresado como cazadores furtivos de antikirchneristas conocidos en el espacio público. Una vieja práctica que parecía haberse agotado con el fin del gobierno de Cristina Kirchner volvió con más violencia que antes en los días preelectorales. Familias y grupos de amigos se separan otra vez por la filiación política o ideológica. Diga lo que diga, el propio discurso del Gobierno está condicionado por el enfrentamiento entre kirchneristas y antikirchneristas, al menos hasta las próximas elecciones. No hay siquiera una crisis descontrolada (aunque existen graves problemas sociales) que justifique la intolerancia y la furia.

Ni el Papa se salvó de esas enfurecidas ráfagas de sectarismo e incomprensión. Los argentinos nunca imaginaron que tendrían un papa argentino, pero en la Argentina hay ahora feroces críticos de un pontífice al que una minoría social también quiere escribirle la agenda. No faltaron, por ejemplo, los críticos de su silencio sobre el drama venezolano. La diplomacia vaticana es una de las más eficientes del mundo; cualquiera debería concluir en que algo está haciendo para encarrilar a la descarriada Venezuela. Es probable que sea la única diplomacia que tomó debida nota de que ese país camina irremediablemente hacia una guerra civil. ¿Por qué no imaginar que el Papa se está reservando como última instancia, cuando han fracasado todas las instancias, para impedir o morigerar un enfrentamiento aun más sangriento entre venezolanos?

¿Alguien imagina al Papa simpatizando con lo que hace Maduro? ¿Alguien supone que la Iglesia venezolana, implacable crítica de Maduro, actúa contra la voluntad del Papa, con quien se reunió hace un mes? ¿Acaso una amnesia general entre argentinos hizo olvidar las vieja prédica del Pontífice sobre el necesario respeto de las instituciones? Por eso, decidió pronunciarse el viernes, poco antes de que asumiera la fraudulenta Constituyente venezolana, cuando ya cualquier noción de la institucionalidad se había derrumbado en Caracas. La teoría de que Bergoglio no quiere pelearse con gobiernos populistas choca con un dato que los argentinos conocen bien: él plantó una relación gélida (y de crítica frontal a veces) con los gobiernos de los dos Kirchner. A fin de cuentas, tuvo razón Francisco cuando postergó una visita a su país.

La crisis de convivencia no tendrá solución hasta después del 22 de octubre. Una elección que se anuncia muy pareja en la provincia de Buenos Aires (casi empatada) desecha cualquier proyecto de reconciliación antes de que se conozcan los resultados. En algún momento, de todos modos, deberá volver la política. Un caso claro de ausencia de la política es el debate que se abrió entre la gobernadora de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, y los gobernadores peronistas por el Fondo del Conurbano. ¿Tiene razón Vidal cuando reclama que se actualicen esos recursos que quedaron con el tiempo reducidos a la insignificancia? Sí. ¿Tienen razón los gobernadores cuando le reclaman a la Corte Suprema que no sean sus provincias las que terminen reparando una injusticia histórica? Sí. Si los dos tienen razón, entonces no será la Justicia la que resuelva ese problema, porque en los tribunales sólo pueden darle la razón a uno. Es la política la que debe prevalecer en esos desacuerdos, salvo que la política haga un acto flagrante de deserción.

Ninguna de las reformas que anuncia Macri (la tributaria, la judicial y la educativa) podrá hacerse sin el acuerdo con el peronismo parlamentario, en el que los gobernadores tienen una vasta influencia. Hay que sacar de ese futuro cuadro a Cristina Kirchner y sus seguidores; jamás se acercará a Macri ni a su gobierno, sobre todo porque la aguardan nuevos infortunios judiciales. Pero hay un peronismo que querrá siempre prescindir de ella e inscribirse como protagonista del sistema democrático. Gobernadores, con Juan Schiaretti y Juan Manuel Urtubey a la cabeza, ya están hablando de cómo el peronismo deberá ayudar después a la gobernabilidad de Macri. Le piden al Presidente que los ayude a la gobernabilidad de ellos.

Y el Gobierno, en efecto, deberá hacer su parte. De sus actos y de sus discursos dependerá la creación de una cultura social distinta. Macri no tiene un discurso de confrontación, pero su administración debería llamar a la pacificación del país luego de que se haya disuelto la polvareda electoral. Fue una de sus promesas de campaña. Nadie como él, además, necesita de una sociedad menos crispada para poder gobernar sin las herméticas fronteras que construye el odio político.

Fuente: La Nación