A una semana de la procesión del Milagro, el Licenciado en Antropología y becario doctoral de CONICET, Ariel Saravia, analiza un tipo de espiritualidad que refleja la distancia entre los estratos sociales y la relación entre Estado y autoridades eclesiásticas. (Gastón Iñiguez)

Los días previos al viernes 15 de septiembre se comenzaron a tornar tensos en los alrededores de la Plaza 9 de Julio. Quienes estaban a cargo de los preparativos hicieron gala de una intolerancia inusitada hacia el prójimo y ordenaron a las sagradas fuerzas de seguridad que expulsaran de las inmediaciones desde artistas callejeros y gente en situación de calle, hasta vendedores ambulantes. El accionar se justificó apelando a la necesidad de adoptar un comportamiento “respetuoso” hacia las tradiciones religiosas desarrolladas durante el periodo de novena.

Según los datos provistos por la Policía y la Subsecretaría de Tránsito y Seguridad Vial unos 80.000 peregrinos llegaron a Salta este año para venerar al Señor y la Virgen del Milagro. Fue un día gris y lluvioso que amenazó con provocar el aplazamiento de la procesión para el sábado siguiente, como pasara hace treinta años, cosa que finalmente no ocurrió. Monseñor Cargnello pidió por el fin de la “grieta” entre argentinos y por mantener la educación religiosa en las escuelas, obviamente, pero se olvidó de pedir que no se sigan matando mujeres en nuestra bendita provincia.

El clásico itinerario Catedral-Monumento 20 de Febrero-Catedral se aceleró debido a la inminencia del agua y con una suelta de pétalos rojos y blancos como despedida, las imágenes regresaron al Santuario. Así los fieles renovaron su pacto de fidelidad y amor con los Santos Patronos una vez más y hasta el año que viene.

Lamentablemente, para algunos, este pacto no incluye la comunión con aquel que piensa, siente o ve las cosas de manera distinta. En ese marco el licenciado Ariel Saravia analiza el evento de la siguiente forma: “La fiesta en honor al Señor y la Virgen del Milagro que se celebra en Salta puede entenderse en términos de un ritual. La planificación deliberada entre el Estado y el Arzobispado de Salta para preparar tal ceremonia se inicia con 30 o 40 días previos al inicio de la novena (el 6 de Septiembre). En un trabajo conjunto inauguran el Milagro Salteño con la entronización de las imágenes, para luego ir preparando el terreno de la devoción con visitas programadas a la Catedral y allí intervienen diversas organizaciones afines que ayudan en la convocatoria. Al inicio de la novena se configura una logística importante para empezar a recibir a los peregrinos, lo que implica difusión, recepción y acompañamiento de las fuerzas policiales y personal de tránsito. Estas prácticas ritualizadas se extienden a un vasto sector de la población. Desde los grupos más marginales hasta las elites  tradicionales de Salta que no casualmente detentan los puestos de poder”.

“El triduo culmina con la procesión que recorre la ciudad. Esta es una interesante fotografía donde se puede apreciar la distancia entre estratos sociales y la intrincada relación que mantienen funcionarios del Estado, fuerza pública y autoridades eclesiásticas, quienes se ubican naturalmente muy cerca del señor y la virgen del milagro. Después de un perímetro bien delimitado se extiende la masa de la población, compuesta en su mayoría por fieles, que son los que más sacrificios hacen para estar ahí pero que irónicamente nunca llegarán a tocar las Santas Imágenes. En una virtual comunión  mediante la exaltación de valores católico-cristianos todos parecen olvidar y borrar las diferencias. Lo importante es renovar el acto de fe cada año y hacerlo cuerpo con el sudor y la pesadez de un viaje espiritual que recorre extensas distancias para demostrar la fidelidad. Esta forma de compartir espiritualidad tiene indiscutidamente efectos reales. Así, el milagro que se adjudica como poder celestial de protección y sanación, se experimenta en el horizonte de lo posible”, culmina Saravia.

De acuerdo a la mirada antropológica, a través de este ritual, se naturalizan y reproducen las posiciones sociales y con ellas las relaciones de poder y dominación. La casta oligárquica local conserva su estatus-quo ante los ojos de dios como lo hiciera la monarquía en tiempos feudales. Por eso la apelación indiscutida a las tradiciones -a este tipo de tradiciones- es funcional a quienes pretenden perpetuarse en el poder. Como si por mandato divino todos debieran respetar y seguir ocupando el lugar que tienen de manera devota y sumisa.