Por Natalia Giacosa

Corría el año 2013 y yo hacía un curso en la Escuela de la Magistratura.  Una compañera quedó embarazada de un señor mayor, varias veces casado, juntado y separado otras tantas, detractor acérrimo de la monogamia, y con más parejas que un jeque árabe. Ella estaba enamorada, y el amor es un vicio del consentimiento que no se incluyó nunca en el Código Civil porque todos los matrimonios resultarían nulos. Ella era incapaz de cortar esa relación.

El señor se dedicaba a la política y había tenido varios cargos electivos. El señor la llevó a abortar. Por suerte hoy no lo veo en ninguna manifestación usando pañuelo celeste, aunque estoy segura que varios de los que van a marchas para salvar “las dos vidas”, visitaron alguna vez un quirófano clandestino.

Esta compañera de curso me contó su experiencia y me contó también la historia de su amiga, la que nunca le contestó los mensajes porque había muerto por un aborto clandestino.

Quedé tan impresionada que decidí escribir este cuento (basado en hechos reales), que el Cuarto Poder tuvo la amabilidad de publicar en aquella oportunidad y tiene la amabilidad de publicar nuevamente ahora, con el tema candente.

Soy farmacéutica y abogada. Como farmacéutica atiendo mujeres buscando Oxaprost para ellas o para sus hijas adolescentes. Vienen recorriendo muchas farmacias sin conseguirlo. Tampoco tienen para pagar los $3314.91 que cuesta. Cada día que pasa me pregunto qué habrá sido de sus vidas. ¿Habrán logrado abortar? ¿Estarán vivas? ¿Tendrá esa chiquilla de 16 años un hijo? ¿Tendrán secuelas?

Como abogada tuve una consulta para hacer una gestación por sustitución: la clienta tenía veintiocho años y no tenía útero porque su madre la había hecho abortar a los dieciocho y casi muere desangrada. Le tuvieron que extirpar el útero para salvarle la vida. Su madre, aún joven, se negaba a ayudarla como gestante.

Todas son historias de dolor, de dolor contenido, de experiencias que no se pueden contar, negadas. Hechos silenciados y vergonzantes.

Espero que este cuento pierda actualidad el 8 de agosto de este año y “que sea ley”.

*****

Hacía calor. Era mediados de diciembre cuando Francisca partió de su Angastaco natal hacia Buenos Aires como becaria a un postgrado de políticas públicas. Tenía veinticinco años. Había salido de la tierra anaranjada de ese pueblo Calchaquí a los dieciocho para estudiar abogacía en Tucumán y, aunque al recibirse se había instalado en un departamentito en la Capital provincial, nunca había abandonado su casa de los valles: ni su casa, ni las costumbres ancestrales. Las que podía, claro, y en el tiempo que le dejaban las obligaciones laborales del mundo occidental. De ese mundo occidental latinoamericano de identidad indecisa, como Francisca, de nombre español y apellido diaguita.

Los diaguitas habían resistido ferozmente la conquista española. El pelo negro brillante, la piel de arcilla y los ojos de onix oscuro daban testimonio del fuego latente de ese pueblo que esperaba su revancha. Quizás todo lo que hacía Francisca en la vida era para eso, para la contra-conquista, para reivindicarse y reivindicar a los suyos.

La realidad de Francisca es excepcional en su pueblo. No todas las chicas de Angastaco pueden estudiar una carrera universitaria ni vestirse a la moda. No todas las chicas de Angastaco pueden estudiar, quizás, siquiera, terminar el secundario. Hasta hace pocos años era un pueblo sin tiempo. Ahora, con el advenimiento del turismo, las chicas -el resto de las chicas-, tienen más posibilidades de trabajar. Hay más “trabajo de mujeres”, ese trabajo que Dios determinó que sea femenino: fregar pisos y lavar platos, en este caso, en los hoteles de la zona.

Francisca partió a Buenos Aires a estudiar políticas públicas. Políticas públicas para la contra-conquista. Políticas públicas para que las chicas de Angastaco puedan ir a la escuela. Políticas públicas para que las chicas de Angastaco no queden embarazadas de hijos sin padre. Políticas públicas para que las chicas de Angastaco levanten la cabeza y dejen de mirar el piso, el piso que limpian en los hoteles de los valles.

Roberto, diputado provincial y galán cuarentón, era la debilidad de Francisca. Hombre casado, aunque no con Francisca, claro.  Para él Francisca era una más de varias relaciones extramatrimoniales simultáneas. Para Francisca, en cambio, Roberto era como el aire que sólo respiraba en cada encuentro. Necesitaba sus palabras de aliento, su contención, su imaginaria protección. Se veían poco, pero lo suficiente para que Francisca no muriera entre cita y cita. Cuando Francisca agonizaba, Roberto aparecía y la llenaba de halagos y piropos y ella, enamorada, le perdonaba las largas ausencias renovando la confianza en las promesas. Roberto era un atorrante simpático. De esos malos que caen bien y que no podes odiar del todo. De los que te hacen las mil y unas, con una sonrisa inimputable.

Francisca viajó a Buenos Aires con un atraso de un mes. Nunca le había pasado, pero no estaba preocupada. No podía tener tan mala suerte por una vez que no se hubiera cuidado. Además lo habían hablado con Roberto. Aunque él tenía cinco hijos extramatrimoniales con diferentes mujeres (además de los hijos que tenía con su esposa),  decía que si ella quedaba embarazada se irían lejos, lejos, a vivir los tres juntos y felices. En la penumbra húmeda y cómplice de un cuarto de hotel, los hombres son caballeros valientes y libres. En ese universo furtivo, son muchas las palabras bonitas. Ella, superada y moderna, contestaba que no tenía problema en no tenerlo. Así, los dos quedaban conformes diciéndose recíprocamente lo que el otro quería escuchar, y llegaban a un amigable desacuerdo sobre un futuro incierto e improbable.

En la primera clase conoció a Antonia y se hicieron rápidamente muy amigas. Antonia era de Andalgalá, Catamarca. Estaban llenas de similitudes y coincidencias. Los mismos paisajes, los mismos sueños y amor por dos pueblos terrosos y secos.

Antonia era sumisa, tímida y hermosa. Hija de modista, huérfana desde pequeña y criada por una tía, logró estudiar Derecho a fuerza de tesón y humillaciones.

Antonia era sumisa, tímida y hermosa. Hija de modista, huérfana desde pequeña y criada por una tía, logró estudiar Derecho a fuerza de tesón y humillaciones. Estimulada por un puntero político del barrio, encontró en la “militancia” una forma de subsistencia y un camino de ascenso social. Cursando el segundo año de la carrera, en un acto partidario, conoció a un Ministro del gabinete provincial que, viendo en la necesidad oportunidad, la tomó de secretaria.

La violencia comenzó la primera semana de trabajo y no paró jamás: insultos, gritos, torpezas y amenazas. Antonia no veía salida. Necesitaba ese trabajo para poder estudiar y no tenía, a sus veinte años, quién la ayudara.

El ministro era petiso, regordete, pelado y pedante. Combatía la calvicie con implantes capilares teñidos con matizador colorado y caminaba sacando pecho, casi en puntas de pie, para superar el metro cuarenta de estatura. La postura agigantaba la barriga inflada y prominente que dietas, masajes y electrodos no lograban disminuir, arrugando los trajes Giesso y Tombolini en torno al único botón que llegaba a cerrarse, a la altura del ombligo. Tanto esmero en el cuidado personal ponía aún más en evidencia su fealdad. Una caricatura de carne y hueso, aunque los huesos no se le vieran.

Sus complejos y resentimientos eran tan profundos que necesitaba medirse todo el tiempo con el prójimo. Ejercía el poder humillando, descalificando y empequeñeciendo a los demás. Antonia era su presa predilecta: linda, joven, desamparada y hambrienta, intentando torcer el rumbo de su destino de pobreza.

Cuando la extorsión se volvió demasiado intensa Antonia cedió, primero con el cuerpo y luego con el alma.  Su protector era a su vez su verdugo. Al principio los ojos se le llenaban de lágrimas de bronca, luego de impotencia, luego de tristeza. Últimamente vomitaba todo el tiempo. Debían ser los nervios. Hacía un mes había terminado la carrera.

El ministro enano necesitaba sentirse magnánimo y bienhechor. Después del maltrato, la grandeza. Por ello había conseguido la beca para que Antonia fuera a Buenos Aires. Golpear, dar y quitar lo hacían sentir más importante. Antonia, sometida y acostumbrada, pensaba que en realidad la quería.

Francisca y Antonia compartieron clases, charlas, cuarto y paseos durante los veinte días que duró el cursado. No hablaron de Roberto ni del ministrito. Hermanadas, se despidieron diciendo hasta luego con un abrazo cálido en el embarque de aeroparque. Intercambiaron teléfonos y e-mails y planificaron viajes y cursos juntas antes de partir a sus provincias del norte.

Siguieron con sus vidas cotidianas. Francisca no tuvo más noticias de Antonia. Seguía con el atraso… recién ahora tenía tiempo y valor de hacerse el test. Seguramente no sería nada. Quizás algún desorden hormonal. Compró el test a las apuradas, al pasar y pensando en otra cosa. El resultado sería negativo y podría seguir concentrada en su trabajo y su actividad política juvenil. Llenó el recipiente de plástico e introdujo la tira reactiva. La sacó, sopló y esperó. Dos rayitas, una más clara que la otra. Llamó a una amiga: ¿dos rayitas es positivo? ¿pero es seguro, seguro? Esto no podía estar pasando. Estaba confundida y mareada. Sintió que le bajaba la presión. Lo que ocurría en la realidad paralela de su romance con Roberto no podía materializarse en su vida de esta forma. Le costaba respirar. No podía pensar en el próximo paso.

Llamaría a Roberto. Él la contendría y le propondría el lugar del mundo al que se irían a ser felices por siempre. Ella le diría que era mejor no tenerlo y él, que para él estaría bien lo que ella decidiera, aunque le encantaría quedarse a su lado a criar juntos al niño.

La primera llamada pasó al contestador. Insistió. Otra vez contestador. Respiró profundo para que el aire le llenara los pulmones y le despejara la cabeza. Expiró con fuerza. Tenía ganas de llorar pero las lágrimas no le salían.

La primera llamada pasó al contestador. Insistió. Otra vez contestador. Respiró profundo para que el aire le llenara los pulmones y le despejara la cabeza. Expiró con fuerza. Tenía ganas de llorar pero las lágrimas no le salían. El corazón bombeaba descontrolado casi fuera del pecho. Marcó otra vez. Ahora sonaba, pero nadie atendía. Sintió que se desplomaba y se aferró a los bordes del lavabo. El llanto vino estruendoso, mojado y desconsolado. Roberto devolvió las llamadas, contrariado.-¿Estás segura que es mío? ¿Pero vos no estuviste con nadie más? No te preocupes, no te preocupes, te llevo a una farmacia a que te pongan una inyección. Ya llevé ahí a otras chicas. No pasa nada, no pasa nada. Todo se va a resolver, quedate tranquila, es fácil.

Francisca nunca había estado tan sola como ahora. Sola, temblorosa y desamparada. Contaba únicamente con quien quería desembarazarse de ella y desembarazarla, a como diera lugar, sin importar su salud ni su vida. ¿A qué amiga recurriría sin que la juzgue? ¿Qué le diría su madre si supiera que estaba embarazada de Roberto? ¿Qué le diría si abortara? ¿Qué le diría si lo tuviera? ¿Qué médico la ayudaría? ¿Podía tener el bebé sola, sola, tan sola como estaba ahora? La cabeza le daba vueltas como un lavarropa aunque sin conseguir sacar en limpio ningún pensamiento.

Compró unas pastillas oxitócicas que descubrió en Internet y procedió como indicaban en los foros, metiéndose dos juntas, dos veces, cada doce horas. Roberto consiguió la receta y se cercioró de que se las colocara. Esperaron. Sólo una gota de sangre manchó la ropa interior de algodón blanco de Francisca. Roberto compró 10 pastillas más. Se las puso él, que tenía los dedos más largos. Quizás los deditos de Francisca eran demasiado cortos. Doce pastillas en total y nada. La ecografía mostraba una sombra intermitente que latía. “Descendiente de guerreros”, pensó mortificándose Francisca, “quiere vivir”. “Y si vive, con tantas pastillas, ¿será normal?”.

Era Navidad, conmemoración del nacimiento del niño Jesús del vientre de una madre virgen. Desde el púlpito, enfundado en una sotana de ribetes dorados, arengaba los cánticos un exégeta misógino de la Biblia. Francisca se desmayó en medio de la misa. El olor a incienso, las mujeres de polleras rectas y mocasines con tacón, las loas y  las figuras del pesebre le resultaron insoportables. Vomitó en la puerta de la iglesia. Dios no la aceptaba. No era digna.

Roberto la llevó a un médico abortero en un pueblo del interior, no muy lejos de la capital. El médico atendía en un cuarto en el fondo de su casa, al que se llegaba recorriendo un pasillo estrecho que la atravesaba a lo largo. Las paredes eran verdes o rosa agua según la habitación. Los pisos de cerámicos calcáreos parchados, diferentes a cada metro cuadrado. En el cuarto del fondo había una camilla con estribos para apoyar los pies; pinzas, gasas y varias palanganas de plástico;  barras de jabón en pan y un fuerte olor a espadol. Las bombillas desnudas y rodeadas de telarañas que colgaban del cielorraso, emitían una luz mortecina que hacía aún más lúgubre el quirófano clandestino. Ya estoy aquíno tengo alternativa, que sea lo que Dios quiera, pensó Francisca, y rezó un Padre Nuestro, antes de que la durmieran.

Despertó en un cuarto contiguo, tapada por una frazada, dolorida, con un apósito en la bombacha, rodeada de cajas de cartón con barras de jabones en pan. Roberto la esperaba agazapado en la camioneta. Francisca apareció, al cabo de dos horas, bamboleante. Al verla, bajó consternado del vehículo para ayudarla a subir. Pasó por una farmacia, le compró antibióticos y un chocolate y la dejó en su casa. Tenía reunión del partido.

El tiempo pasó. Francisca siguió adelante, sin secuelas físicas aparentes, pero entristecida por la culpa del pecado y atormentada de dolor por la distancia y displicencia de Roberto.

El tiempo pasó. Francisca siguió adelante, sin secuelas físicas aparentes, pero entristecida por la culpa del pecado y atormentada de dolor por la distancia y displicencia de Roberto. No se planteaba que a ella le había sucedido lo mismo que a otras chicas de los valles. No recordó nada sobre el rol de las ausentes políticas públicas -que ella había ido a estudiar- en estos casos. Sólo le quedaban la culpa y el desamor.

Una tarde, pasados los días, mandó un mail a Antonia para proponerle viajar juntas a un congreso y ponerse al día. Antonia no respondió. Mandó otro mail y un mensaje de texto. Desconcertada ante la falta de respuesta, la llamó. Sin que nadie la atendiera, telefoneó a un compañero del curso que habían hecho juntas. Antonia había muerto desangrada hacía una semana. Se había provocado con éxito un aborto con las mismas pastillas que Roberto le había colocado a Francisca.

Al  ritmo de “y ya lo vé, y ya lo vé, es la gloriosa jotapé”, había salido del tumulto de un acto político al sentir que la sangre chorreaba caliente hasta los tobillos debajo de su pollera evasé. Fue sola al hospital. El ministrito no le atendía el teléfono porque estaba como disertante en unas Jornadas sobre Violencia de Género en el Ámbito Laboral. Tampoco le había contado a él del embarazo. No le había contado a nadie. Simplemente ese día, sintió que no le daban las fuerzas para salir del pogo y subir a un taxi. Llegó al hospital caminado sola, con sus últimas fuerzas, completamente embarrada de sangre. No pudieron salvarla.

Francisca tuvo la suerte de vivir, Antonia no. Nunca hablaron de lo que les pasaba. Ninguna le dijo a la otra lo que a ambas les estaba ocurriendo en simultáneo. Ellas callaron. Nosotros también.