¿Alguna vez flasheó con inventar algo que la humanidad todavía no posea y ser millonario o, al menos, reconocido mundialmente? La historia de la invención en Argentina es tan antigua como el país. Conozca algunos proyectos surgidos en Salta e inspírese para idear algo que lo haga trascender. (Federico Anzardi)

La historia de la invención en la Argentina se remonta a 1810, cuando Miguel Colombise inventa un nuevo control de navegación para globos aerostáticos. Desde entonces surgieron varios proyectos innovadores y de alcance mundial: en 1864 aparece Hesperidina, la primera marca nacional, y surge la Oficina de Patentes y Marcas. En 1891, Juan Vucetich inventa el Sistema Dactiloscópico para la identificación de las personas, es decir, el uso de las huellas digitales. En 1910 se funda la Sociedad de Inventores Argentinos. En 1914, Luis Agote inventa instrumentos para la transfusión sanguínea, llevando a cabo por primera vez en el mundo una transfusión con sangre almacenada. En 1917. Quirino Cristiani inventa la tecnología para producir dibujos animados y filma el primer largometraje de dibujos animados en la historia del cine mundial. En 1944, Ladislao José Biro logra imponer a nivel mundial el “bolígrafo”, un invento sobre el que había estado trabajando desde 1938. En 1928, Ángel Di Césare y Alejandro Castelvi inventan el colectivo.

La Argentina da para todo y en su lista de inventos están los proyectos que conmueven a la humanidad, como el semáforo para ciegos, y también otros más humildes y específicos, como la máquina para producir discos de empanadas a gran escala.

En 2006 se fundó el Foro Argentino de Inventores. Su director, Eduardo Fernández, comenta que el organismo no cuenta con miembros de Salta, pero que, seguramente, existen muchos en nuestra provincia. El inventor no sólo está en lo cierto, sino que algunos de esos inventores fueron noticia en los últimos años.

Algunos casos salteños

Hace un año, el salteño Roberto Sivila presentó el invento que surgió, como muchos, de sus propias inquietudes y necesidades domésticas. Se trataba de un alicate para bebés, un cortaúñas que no lastimara los dedos de los pequeños.

“Este no es como cualquier otro cortaúñas: el frente es de forma ovalada al igual que el de una uña y solo corta la hoja superior mientras que la de abajo, solo sirve de apoyo lo que permite que no se haga una mala fuerza y lastime la uña del pequeño”, explicaba Roberto a El Tribuno, en mayo del año pasado.

Sivila registró el invento y aseguraba que todavía estaba analizando la manera de producirlo. “No tengo para invertir y la empresa que estuvo interesada sólo me quería comprar el título y nada más”, explicaba.

En 2012, un grupo de alumnos de la escuela Técnica General Güemes, de la ciudad de Orán, fueron noticia nacional gracias a su triciclo motorizado para discapacitados. El proyecto obtuvo el primer premio de la Feria de Ciencias de esa localidad y logró ser difundido en todo el país, a la espera de un desarrollo mayor.

“Otro invento argentino: crean un ladrillo con cenizas del Puyehue”, titulaba el diario Clarín, en mayo de 2012. El artículo relataba la historia de los arquitectos Marianela Romero Hamsa y Álvaro del Villar, quienes formaban parte del programa de emergencia volcánica (proevo.com.ar), creado en 2011 y coordinado por la Universidad Nacional de Río Negro.

“Nos preocupaba la gente sin una vivienda digna. Cuando vimos la enorme cantidad de ceniza, pensamos en usarla con una máquina que fabrica bloques para construir viviendas sociales”, contaba Romero Hamsa en ese momento. La nota, además, agregaba: “Los ladrillos que inventaron se destacan: algunos tienen la resistencia suficiente como para formar parte del techo. Otros funcionan como aislantes del frío patagónico”.

El asunto tomó mayores dimensiones cuando un grupo de científicos salteños, encabezado por Gustavo Sorich, puso el grito en el cielo, reclamando la autoría del proyecto. “Fue una sorpresa muy grande cuando vi en un diario nacional que dos personas se apropiaron de una idea nuestra. No nos nombraron y ni siquiera dijeron que se fabrican en Salta. No lo podía creer. Ellos no tienen las máquinas ni los moldes para hacer el diseño”, decía Sorich en El Tribuno.  Además aseguraba haber tenido la idea en 1999 y desde entonces haber estado trabajando en el desarrollo de las máquinas para fabricar los ladrillos. “Fue todo a pulmón. Hoy somos siete las personas, entre las que hay un ingeniero químico de la UNSa e investigador del Conicet”, expresaba.

El robo de la idea habría empezado cuando Sorich y su equipo expuso, en 2008, el proyecto en Bariloche. “Cuando sucedió lo del volcán Puyehue (ocurrida en 2011), nos preguntaron si podíamos hacer bloques de muestra con cenizas que ellos iban a enviar”, relataba. Al conocerse el plagio, Sorich relató la reacción de uno de los arquitectos patagónicos: “Me pidió perdón y me dio mil excusas. Después de tanto insistir para hablar con la otra profesional, me llegó un mail de ella pidiéndonos perdón y diciendo que el tema se les escapó de las manos”.

Todo para el inventor

En el ensayo “La práctica profesional de la actividad inventiva”, publicado en 2011, Eduardo Fernández asegura que  la  naturaleza  de  la  actividad  inventiva es “elaborar  una respuesta adecuada a un problema relevante, urgente y perentorio, en forma de necesidad, carencia o amenaza. Y, esa habilidad es la que tuvieron que desarrollar tempranamente nuestros ancestros para sobrevivir, esa fue la tarea, y el ejercicio cotidiano para pescar, cazar, construir refugios, diseñar herramientas o armas diversas, vestimentas, y utensilios de uso doméstico”. Recién con la Revolución Industrial, a mediados del siglo XVIII, surgió un tipo de inventor, sensiblemente alejado al perfil de los antiguos artesanos, y relacionado con las necesidades y exigencias de las industrias nacientes.

Desde entonces, y desde que en 1810 surgió el primer invento argentino, la  situación básica de los países del continente americano tiene a nuestro país como protagonista no muy destacado. Argentina tiene un coeficiente de Inventiva (Patentes locales cada 10.000 habitantes) de 0,24. Su Índice Global de Innovación, en un ranking de 125 miembros, es 58. El Índice de Innovación Específica (Empresas locales en base a patentes locales), no arroja datos.

En cuanto a solicitudes de patentes presentadas en los EE.UU. en el año 2010 por inventores de otros países del continente americano, sobre un total de 490.226, Argentina presentó 134. En las patentes concedidas en los EE.UU., en el 2010, a inventores de otros países del continente americano, sobre un total de 244.341, Argentina obtuvo 59.

Fernández distingue a los tipos de inventores: Sedicentes (“fanáticos de mundos imaginarios” que no inventan nada), Místicos (“dicen recibir voces, o mensajes inconscientes de seres  extraterrestres, de Cristo, o del mismísimo Dios, sobre supuestos inventos revolucionarios, para el bien de la humanidad”), Ocasionales (subdivididos en circunstanciales y recurrentes, son los más frecuentes: inventan según sus necesidades) y Profesionales (viven para la invención).

De esta manera, Fernández tira abajo una idea clásica: la del inventor como un intelectual universitario. “Si bien la actividad y desarrollo de las universidades es un área muy importante de progreso y crecimiento para las sociedades, muchas veces, tanto en la Argentina, y en los países de la región, se ha caído fácilmente en el mito del prestigio académico, y la pericia intelectual,  según el cual es en el ámbito de las universidades en  donde se concentra la mayor cantidad, intensidad y calidad del saber y el pensamiento humano. Esa actitud, no solo no es del todo cierta, sino que roza con cierta arrogancia propia de los claustros escolásticos de la Edad Media”, explica.

Además, agrega que “una de las mayores debilidades de nuestro país, es que nunca ha  formado parte de nuestra cultura y sistema de valores, el concepto de pensar, planificar y actuar en forma sistémica. Nuestra carencia nunca ha sido una carencia de talentos  humanos  o de recursos naturales, sino una carencia de sistemas. Sistemas y subsistemas, esa es la cuestión, ese es nuestro desafío”.

Como consejo, Fernández asegura que los verdaderos inventores saben que su idea debe transformarse en un proyecto  concreto, detallado y sólido, para llegar a ser un invento que a su vez  pueda derivar en un producto comercial. En cambio, un inventor amateur cree que una idea ya es un invento.