Asumir la elección de la identidad sexual y el nuevo nombre es para los progenitores un proceso; según los especialistas, escuchar lo que sus hijos tienen para decir es clave. El desafío de los padres de acompañarlos durante un difícil recorrido.

Miedo, dudas y no saber qué hacer. Esos son algunos de los sentimientos que enumeran las familias consultadas por LA NACION cuando recuerdan el momento en que sus hijos e hijas les dijeron que eran trans.

«No es fácil. Es como que se te parte la cabeza en mil pedazos y de ahí te volvés a armar. No hay un switch, es todo un proceso», confiesan Mauro Alarcón y Susana Roussy, los padres de Gonzalo, un chico trans de 13 años.

A una semana de conocerse la historia de Leandra Levine, la primera egresada trans del colegio Carlos Pellegrini, los especialistas aseguran que escuchar lo que el niño o joven trans expresa es lo que hace la diferencia. Porque, para ellos, el momento en que se animan a hablar con sus familias o seres queridos acerca de lo que les pasa es crucial.

Si bien no hay cifras oficiales de cuántas personas trans viven en el país, a través del Registro Nacional de las Personas (Renaper) se sabe que desde que se sancionó la ley de identidad de género, en 2012 (ver aparte), hasta mayo de este año, 5703 personas cambiaron de género en su DNI.

«Tenemos que tener presente que con las cuestiones de identidad la primera que excluye es la familia. No hace falta nada más extraordinario que escuchar», subraya Valeria Pavan, psicóloga y coordinadora del Área de Salud y del Programa Integral para Identidades Trans de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA).

Por su parte, Claudia Frola, médica infectóloga del Hospital Fernández y especialista en población trans de la Fundación Huésped, sostiene que la aceptación de la familia es uno de los recursos fundamentales para afrontar la vida y la estigmatización. «Por eso es tan importante no sólo acompañar a esa persona individual en su transición, sino también dar herramientas a su entorno, ya que no existe una receta mágica de qué hacer ni de cómo hacerlo», afirma.

Una nueva identidad

Gonzalo tenía 12 años cuando se sentó a hablar con sus padres y les dijo que su género no coincidía con el femenino. También les dijo que su nuevo nombre era Gonzalo y que esa elección era innegociable.

En ese momento, Mauro y Susana cayeron en la realidad: su hijo era trans y ya había construido su nueva identidad. «Se nos trabó bastante la cabeza con eso. Queríamos negociar, por ejemplo, decirle el nombre femenino anterior en masculino. Y eso te da la pauta de que no entendíamos nada», cuentan.

Y agregan: «Somos de otra generación. Cuando tuvimos a nuestro hijo no pensamos en esta posibilidad, pero como padres entendimos que todo lo que él pueda vivir en su infancia trans también depende de que lo sepamos o no acompañar».

 «Somos de otra generación. No es fácil. Es como que se te parte la cabeza en mil pedazos y de ahí te volvés a armar. Es un proceso»

Gonzalo, amparado en la ley de identidad de género, fue con sus padres a hacer la rectificación de la partida de nacimiento, paso previo para poder tramitar el nuevo DNI.

«Gonza nos ofreció elegir su segundo nombre, quería que nosotros le diéramos algo para esta nueva identidad», recuerda Mauro. Susana agrega: «También porque veía que eso a nosotros nos angustiaba muchísimo y en algún punto fue un gesto de amor hermoso».

Para Pavan, una persona es trans cuando construye su identidad más allá del binario masculino y femenino. «En general, se le asignó un sexo al nacer en función de su genitalidad, y lo que ocurre es que en algún momento empieza a sentir incomodidades, extrañamientos y molestias con aquello asignado y comienza así a expresar su necesidad de ser quien siente ser», explica la especialista.

Afirma que no hay un rango de edad en cuanto a la toma de conciencia. «Depende de cada persona. Lo único importante es que cuando la persona lo exprese pueda ser escuchada, acompañada y respetada, independientemente de su edad».

Previamente a la charla, Gonzalo intentó decirles a sus padres que era trans con miles de indirectas. Junto a su hermana -la persona que más lo acompañó en el proceso, según su mamá-, traían a colación el tema cuando podían, les mostraban videos de charlas TED, pero para ellos era «como cualquier tema».

Luego de verbalizarlo, los padres de Gonzalo confirmaron lo que su hijo les había dicho con su terapeuta y emprendieron una nueva etapa de acompañamiento. «Nos aconsejó que hiciéramos terapia, que trabajáramos lo que nos pasaba a nosotros, porque Gonzalo estaba bien», dice Susana.

Y recuerda que se compraron el libro Yo nena, yo princesa, de Gabriela Mansilla, mamá de Luana, que en 2013 y con seis años se convirtió en la primera nena trans del mundo en recibir un documento oficial que reflejara su cambio de identidad de género y nuevo nombre sin haber recurrido a la Justicia.

No buscar culpables

No existe un origen concreto para la identidad de género, ni es la familia la que la determina. Así lo afirma Frola: «Como no es una enfermedad ni algo que haya que curar, no hay necesidad de identificar específicamente cuál es su causa. Lo que sí está claro es que no tiene que ver con la conformación familiar ni con las conductas del entorno».

Bárbara Magarelli es la mamá de «Facha», el nombre que adoptó el joven para aparecer en los medios. El primer especialista al que acudió para entender qué le estaba pasando a su hijo le echó la culpa a ella, por trabajar todo el día y estar fuera de su casa. Y la mandó a comprar más muñecas. «Facha» les sacaba las cabezas y las usaba como pelotas para jugar al fútbol.

«Facha se crió con mi mamá, sus dos hermanas mujeres, por lo que evidentemente la figura femenina no le faltaba», cuenta Bárbara del otro lado del teléfono, a orillas del lago Nahuel Huapi, en Neuquén. Allí se llevó a cabo el Primer Encuentro Federal de Familias Diversas, al que acudió también como coordinadora de la Secretaría de Familias e Infancias Trans de la Federación Argentina LGBT.

Bárbara concurrió entonces al Hospital de Niños Pedro de Elizalde -único en ese momento en el país que atendía a niños y niñas trans (el Hospital de Niños de La Plata se sumó a la lista la semana pasada)- y allí se encontró con el primer pediatra que llamó a su hijo por primera vez por su nombre de varón. Tenía tan sólo nueve años.

««¡Mamá, sabe quién soy!», repetía. Estaba realmente feliz», aclara Bárbara. Nunca va a olvidar esa alegría, como tampoco la del día en que le cortaron el pelo como él quería, le pusieron la ropa que le gustaba y le festejaron su primer cumpleaños con todo de Hulk.

 «En el Hospital de Niños Pedro de Elizalde el pediatra llamó por primera vez a mi hijo por su nombre de varón. Estaba realmente feliz»

Hoy Facha tiene 13 años, un nuevo DNI, tomó la comunión y la confirmación, y pelea junto a su mamá para que la obra social le reconozca los bloqueadores hormonales contemplados en la ley.

Lissando Cottone Olmedo, en cambio, decidió no tomar bloqueadores hormonales. Tiene 20 años, se define como un chico trans homosexual, está en pareja desde hace cuatro años con un varón y va a estudiar animación el año que viene.

«Siempre me identifiqué como un hombre, pero como era gay y me gustaban los chicos, nunca tuve problemas en lo que fue mi infancia trans», cuenta Lisso, como le dicen.

El problema llegó en la adolescencia, cuando empezó a desarrollarse físicamente. «Tenía 16 o 17 años y me encontré con un montón de prejuicios que me dolían. Intentar vivir una vida con la que no te identificás termina siendo muy dañino y me costaba mucho hablar».

Fue así como dibujar le permitió muchas veces decir lo que no podía poner en palabras: «A mis papás les hice un cuaderno con dibujos en donde, a lo largo del cuento, les decía cómo había sido mi infancia trans, que querían que me trataran en masculino y que no se enojaran».

Pero sus padres, Zulma y Jorge, no entendieron: no conocían ni siquiera el término trans y pensaron que era lesbiana.

«La identidad no es algo momentáneo -afirma Lissandro-. Mis papás no hicieron nada hasta que, en quinto año, una tutora de la escuela que conocía sobre el tema habló conmigo, los citó con la excusa de mis horribles notas (que levantó no bien hizo el cambio) y se lo dijo. Pensé que me iban a echar de casa y todo lo contrario: solamente no sabían qué me pasaba y cómo ayudarme».

Ante el miedo que puedan tener los padres, Susana siempre repite la frase que le dijo Quimey Romero, profesora de Gonzalo, quien los acompañó mucho en todo el proceso. ««Vos debés estar angustiada como mamá por el sufrimiento de tu hijo, pero no puede haber nada peor que no vivir en la verdad o siendo alguien que no sos». Para mí ahí está la clave», concluye.

Fuente: La Nación