Si sólo fuera el desafío electoral de octubre lo que aguarda a Mauricio Macri, éste podría dormir tranquilo. Cuando encuestas y datos de la economía navegan con viento a favor, el espectro de la violencia en manifestaciones públicas comenzó a hacerse habitual. Es probable que esa nueva marea de violencia no concluya con las urnas del mes próximo.

Todo indica que grupos radicalizados de la sociedad han tomado esa deriva por las elecciones y más allá de las elecciones. Dos altos funcionarios del gobierno aseguraron que la violencia será un tema constante del próximo año. Calificados como «terroristas» por uno de esos funcionarios, que tiene larga militancia política, los grupos rebeldes cumplen con todos los requisitos de los movimientos antisistema conocidos en el mundo. No aceptan las reglas del juego del sistema democrático ni del sistema económico. Al contrario, las combaten. La violencia no es, por lo tanto, un fenómeno pasajero en el país.

La borrachera de violencia que se vivió anteanoche en los alrededores de la Plaza de Mayo, con más de veinte heridos, no fue el único acto depredador registrado en los últimos tiempos. Antes, fueron quemados autos en una cochera del Ministerio de Seguridad de la provincia de Buenos Aires. Destruyeron cajeros automáticos en la ciudad de La Plata. El vidrio de una ventana de la oficina del jefe de Gabinete del gobierno bonaerense, Federico Salvai, quedó pulverizado por una lluvia de piedras. En la Capital y en Córdoba hubo también manifestaciones violentas anteriores de personas con la cara cubierta. En la Patagonia es, con todo, mucho peor. Río Negro, Neuquén y Chubut son las tres provincias que más sufren el asedio de grupos violentos, que destruyen la propiedad pública y privada con bombas molotov. Volvió a suceder en la tensa noche del viernes. En San Martín de los Andes hubo ya un policía muerto durante un control de automóviles en una calle de la ciudad. El policía ordenó que le abrieran el baúl del vehículo y recibió un disparo certero en el pecho.

Según informes que se encuentran hoy en manos del gobierno nacional, los sectores más radicalizados de la política abandonaron el primer intento de desestabilizar al Gobierno por medio de la descalificación.

Durante un año y medio se insistió en que un gobierno de «derecha liberal», administrado por una «ceocracia», no tendría futuro. Encuestas primero y elecciones después, demostraron que ni Mauricio Macri es la «derecha liberal» ni su futuro es tan corto como predecían. La siguiente fase de la desestabilización es, según las evidencias y las confirmaciones oficiales, la creación de un clima de violencia permanente en el espacio público. Por ahora, la violencia se limita a la destrucción de objetos (con la excepción de aquel policía muerto en San Martín de los Andes) y al uso de bombas molotov. Nadie en el Gobierno, ni en las fuerzas de seguridad, está en condiciones de anticipar si habrá también una fase de violencia más grave y más letal.

La mirada está puesta sobre el grupo RAM (Resistencia Ancestral Mapuche), que ha sembrado la Patagonia de actos violentos. Los auténticos indígenas mapuches han desautorizado a RAM y han subrayado que rechazan sus métodos. Estos mapuches promueven una permanente negociación con el Gobierno para lograr decisiones sobre la tierra que habitan, el respeto por su cultura y la protección de sus vidas. RAM es otra cosa: no acepta la autoridad del Estado argentino y, por lo tanto, hace imposible cualquier vía de negociación. Si la democracia y la sociedad no sirven porque son despreciablemente «burguesas», como la llaman, el único atajo que les queda es el de la violencia.

El RAM argentino no está solo. Tiene antiguas vinculaciones con el violento Quebracho, que a su vez no cortó los lazos con el cristinismo desde los tiempos de su ex jefe Fernando Esteche. Esteche fue destituido en una lucha por el poder interno, pero Quebracho no cambió sus políticas ni sus simpatías.

Los informes oficiales señalan que, en el Sur sobre todo, también participan de los actos violentos desprendimientos de Miles, el partido de Luis D’Elía, y sectores radicalizados de los sindicatos de petroleros y de la construcción. Es probable que se trate de grupos autónomos, pero es cierto que las palabras violentas que usa Cristina Kirchner desde que se fue del poder habilitan cualquier aventura violenta.

A esa mezcla de mapuches desautorizados por los propios mapuches, de bordes políticos, de neonazis, de marxistas frívolos y de cristinistas resentidos se les unen a veces grupos anarquistas, que sólo aparecen de vez en cuando. Tienen dos casas en la Capital, una en la calle Brasil. Ese conglomerado, evidentemente minoritario en la sociedad aunque con poder para desordenar el espacio público y para atemorizar a la mayoría pacífica, está motivado por razones ideológicas, más allá de las ventajas que algunos perdieron con el fin del cristinismo. Detestan a Macri y a sus políticas.

La persistencia de la violencia en la Patagonia, por ejemplo, pone en riesgo un objetivo estratégico del Presidente: la reserva de gas y petróleo no convencionales de Vaca Muerta. Su exploración y explotación son una prioridad de Macri, pero la inversión que se necesita es muy alta y muy sensible también a los datos positivos o negativos de la realidad.

El Gobierno está poniendo especial cuidado en varias visitas o reuniones internacionales que se realizarán en fechas próximas en Buenos Aires. Dentro de ocho días arribará al país el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu. Ya existe una campaña callejera de afiches contra Netanyahu, en la que se lo acusa de cometer genocidio contra los palestinos. Antisemitas, antisionistas (que es otro nombre del antisemitismo) y la izquierda en sus distintos colores (Netanyahu lidera un partido de derecha) prometen unirse para repudiar en la calle al jefe del gobierno israelí, el primero que visitará la Argentina desde la creación del Estado de Israel. Es posible que también se le agregue La Cámpora, que tiene una franja muy radicalizada, para defender a su jefa por el tratado con Irán, que Israel repudió desde el primer momento.

Llama la atención que esos brotes de violencia no hayan tenido hasta el momento ninguna repercusión en los partidos políticos, ni en los que integran la coalición gobernante ni en el peronismo razonable que también existe. Lo que está en juego es la ruptura del «contrato de 1983» (según lo llamó Graciela Fernández Meijide), que consistió en ponerle un fin definitivo a la violencia.

Los últimos hechos violentos fueron provocados por la desaparición de Santiago Maldonado. Cualquier desaparición es un hecho gravísimo que reclama al Estado su urgente esclarecimiento. Al Estado, a través de la Justicia y de las fuerzas de seguridad. Ninguna hipótesis debe ser desechada hasta que Maldonado aparezca con vida. Tampoco la responsabilidad de la Gendarmería, aunque por ahora no existe ninguna prueba que la inculpe. Pero el cristinismo ha hecho de esa tragedia una detestable bandera electoral. Señala implícitamente al Gobierno como culpable de la desaparición de Maldonado. ¿Por qué, si no, la saña política contra la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, que habla de lo que sucede en la investigación? «La primera prueba contra un gendarme, y éste no durará un minuto», se la escuchó decir a Bullrich.

Pongamos los pies en la política práctica. ¿Por qué el Gobierno haría eso? ¿Qué conseguiría si no su propia adversidad política? Acusar al Gobierno de la desaparición de Maldonado es sencillamente una perversión de la lógica. Es la violencia de las palabras, que siempre precede a la violencia de los hechos.

Fuente: La Nación