El progreso mata. Así deben pensar aborígenes y criollos del chaco salteño que sufren el avance de un tipo particular de progreso. Pobladores que son noticia por ser rescatados de fincas que los someten a condiciones de servidumbre como volvió a ocurrir en una llamada El Quebrachal. (Daniel Avalos)

Sobre la ubicación precisa y el nombre de los propietarios de la misma, ninguna fuente oficial dice nada. Ni la delegación Orán de la AFIP que según la prensa participó del operativo, ni la Fiscalía Federal de Orán en la que recayó la causa.

Lo que sí se supo es que la finca se dedicaba a producir porotos y que en los tres campamentos allanados los trabajadores vivían en condiciones inhumanas: en carpas o bajo lonas, sin colchones, expuestos a picaduras de insectos y alimañas, sin electricidad ni agua potable y comiendo alimentos suministrados por sus empleadores quiénes luego se lo descontaban de sus haberes. Insistamos, no es la primera vez que ocurre. Noticias de este tipo se reiteran desde al menos noviembre del año 2012, cuando el Defensor del Pueblo de la Nación advirtió al gobernador Urtubey que las fincas cercaban a los pobladores y luego los sometían a condiciones de trabajo inhumano.

Hablamos de las modernas fincas, de esas que según nos dicen traen la civilización a los rincones más olvidados de la provincia aunque evidentemente lo hacen chorreando sangre y lodo, apropiándose de los marginados de siempre, intensificando los desmontes, borrando del mapa los antiguos caminos que conectaba a los desgranados pueblos del interior que ahora se ven cercados y humillados por quienes se presentan como agentes de las modernas unidades productivas.

A la tragedia, no obstante, se le suman otras ofensas. Entre ellas una que ahora volverá a repetirse: la noticia siniestra se evaporará pronto de los medios y todos haremos de cuenta que nada ha pasado mientras lo uno y lo otro generan un tipo de indiferencia que es hija de una ignorancia que lejos de ser simple y pasiva falta de conocimiento, se parece más a eso que Karl Popper definía como una activa negación a adquirir saberes sobre el otro o sobre el rumbo de las cosas. Lo que sí podremos profetizar ahora es que “ese” progreso seguirá avanzando y que ante su arremetida poco podrán hacer esos salteños condenados a ser deglutidos primero y vomitados después por modernas unidades económicas que ejercitan un progreso de tipo estomacal: primero te hacen mierda y luego te cagan.

La razón para que ello ocurra es despiadadamente sencilla de verbalizar: la totalidad de fuerzas con la que cuentan las víctimas es infinitamente inferior a la totalidad de las fuerzas con la que cuentan esos civilizados finqueros que tienen mucho dinero y cuentan con el favor de un Estado que hizo suyos los valores del finquero que, incluso, goza de prestigio entre los salteños. Los funcionarios del gobierno provincial, por ejemplo, viven recordándonos que nuestro futuro depende del arribo de estos personajes; por eso mismo nos confiesan que el objetivo central de ese gobierno consiste en atraerlos a como dé lugar; meta que sólo se alcanza siendo una provincia “seria” que, por supuesto, supone montar una ingeniería jurídica que favorezca los intereses de esos finqueros.

Así razonan quienes mirando al mundo en clave mercado se han convencido de que sólo el inversor posee la destreza y la aptitud para generar riquezas. Pensando así, no puede sorprender que quienes incuban concepciones de esa naturaleza diseñen leyes que favorezcan al agente privado y luego ejerciten un silencio cómplice con fincas como El Quebrachal en donde 94 seres humanos trabajaban y vivían como bestias de carga. Hombres y mujeres que cercados por grandes unidades productivas que apropiándose de tierras pueden someter a campesinos y pueblos originarios a un proceso de asfixia que pone en riesgo la supervivencia misma, finalmente terminan por aceptar las condiciones de vida que el vencedor impone: por ejemplo el trabajo semiesclavo.

Las solitarias voces que denuncian los hechos resultan impotentes para sensibilizar al estado provincial, pero también a parte importante de la población. Hasta aquí hemos tratado de explicar el porqué de la inacción estatal aunque también debamos preguntarnos el porqué de la indiferencia social. El ejercicio es riesgoso. Al menos para los inclinados a abrazar una visión idílica del llamado “pueblo” al que se suele interpretar como siempre listo para solidarizarse con el dolor del otro. Admitámoslo: no necesariamente es así. Entre ese pueblo hay muchos que simplemente no quieren que nada desagradable les perturbe el cotidiano vivir; y hay muchos otros que abrazando los valores de los poderosos creen que la democratización de los deseos de éxito que estos impulsan suponen una democratización de las posibilidades reales de satisfacer los mismos. Pero hay algo aun peor: parte de ese pueblo cobija prejuicios históricos en torno a los pobladores que padecen ese tipo de “progreso” a los que consideran indios y criollos idiotizados por la vida rural, holgazanes que durante siglos se sentaron sobre una tierra rica de cuya riqueza no sospechaban y que por ello mismo no explotaban.

Justamente ello posibilita que los agentes económicos que dicen encarnar el progreso se comporten -con los campesinos e indígenas a los que semiesclavizan- de una manera similar a los de conquistadores coloniales: asociando a las víctimas de la expoliación con cierto salvajismo. Se trata de una conducta milenaria aunque un argelino, Frantz Fanon, fue uno de los que mejor la explicó y describió. Lo hizo en su libro cumbre: Los condenados de la tierra (1963), donde enfatizaba que el colonizador que ejerce la violencia sobre el sometido se autojustifica tratando de demostrar y demostrarse que éste último no pertenece del todo a la condición humana. Es lo que Fanon llamaba el lenguaje “zoológico” del colonizador que asimilando al sometido a cierta animalidad termina excluyéndolo de los derechos humanos, del derecho a la ley, del derecho a la justicia.

Eso es lo que hicieron los propietarios de la finca El Quebrachal con esos 94 jornaleros que vivían en condiciones de servidumbre. Insistamos, no es la primera vez que nos enteramos de ello y lamentablemente tampoco será la última porque lo ocurrido allí está lejos de representar una excepcionalidad en nuestra provincia. Lo ocurrido allí es el resultado del curso que tomó la historia provincial con Juan Carlos Romero primero y con Juan Manuel Urtubey después: entregar la provincia al capital que extrae riquezas a bajos costos para luego venderlas al mercado externo.

Las víctimas son las que ya conocemos aunque preferimos no mirar: sectores populares devenidos en extranjeros en la tierra a la que alguna vez habrá considerado el lugar donde sus vidas podía desarrollarse con cierta plenitud, aunque ahora descubran que esa tierra es la patria oficial de poderosos que están encantados con una geografía vacía a la que consideran exclusivamente suya. Por eso avanzan desaforadamente. No para legar a sus hijos una provincia grande y pujante, sino para dejarle una finca enorme y rentable en donde los indios y los criollos pobres puedan convertirse en “cosas” a los que imponen su entera voluntad para así ellos mismos sentirse más libres.