Las viudas han sido recurrente objeto de investigaciones históricas y trabajos de ficción. En esta primera entrega, la autora explora la situación de desprotección en que quedaron las mujeres que perdieron esposos o compañeros durante la guerra por la independencia. (Raquel Espinosa)

La declaración de la independencia el 9 de julio de 1816 fue un acto soberano y colectivo cuyas raíces u orígenes se remontan a la revolución del 25 de mayo de 1810. Ambas son fechas simbólicas y fundacionales de la historia de nuestro país. En esas épocas confluyeron sectores con distintas ideas acerca del destino que deberían tener estas tierras que hoy habitamos los argentinos.

La revolución fue “el sentido” desde la perspectiva de quienes intervinieron activamente en los hechos que buscaron con afán la emancipación. Desde la perspectiva de quienes se opusieron a ella o la sufrieron pasivamente, la revolución fue “el sin sentido”. Si para algunos fue una aventura épica con visos románticos para otros -otras, en este caso- transmutó en malestar, en angustiante rutina o rutina de la angustia. Para ambos, finalmente, fue a la vez triunfo y tragedia. Ilusión y pesadilla.

Los años de las luchas por la independencia son percibidos actualmente como un constructo que nace de lecturas y relecturas que intentan explicar los hechos revolucionarios y sus consecuencias. Pero para los contemporáneos de la revolución ¿qué significado tenían? ¿Cómo los imaginaban? ¿Cómo los pensaban, soñaban, intuían?

La escritura de las viudas de la independencia, objeto de análisis de estas líneas, pone en acto crítico al propio proceso revolucionario y los distintos actores sociales que lo conformaron, sobre todo a aquellos estrechamente ligados al poder. Las mujeres en general y las viudas, en forma especial, asistieron a un mundo signado por las permanentes confrontaciones entre naciones, entre provincias, en el seno familiar, en la pareja y en la propia conciencia.

Como todas las revoluciones la que se gestó en el actual territorio argentino pretendía cambiar la realidad, cambiar el estado del mundo. Es fácil intuir que las mujeres, tal como los hombres, querían cambios pero no simplemente de gobiernos sino de historias. Querían cambiar sus vidas concretas, lejos de las utopías diseñadas por los teóricos de la revolución, de los héroes y heroínas y de las promesas de un futuro mejor. Las apremiaba el presente que no les daba respuestas inmediatas sino continuos sufrimientos. Así entendida, la revolución fue un ejercicio de violencia infinita: física, verbal y simbólica. De una manera especial esa violencia se ejerció sobre las viudas, eje central de este trabajo.

El Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española señala que viudo, da. proviene del latín viduus y que se utiliza para referirse a la persona a quien se le ha muerto su cónyuge y no ha vuelto a casarse. Con este nombre también se conoce a algunas especies de aves y a algunas plantas.

La viudez es el estado del viudo o la viuda. La viudedad es la pensión o haber pasivo que recibe el cónyuge superviviente de un trabajador y que le dura el tiempo que permanece en tal estado; en Argentina, también se usa esta palabra para referir al usufructo de aquellos bienes del caudal conyugal, que durante su viudez goza el consorte sobreviviente.

Los viudos en general y las viudas en particular han sido tema de investigaciones históricas y trabajos de ficción. En todos los casos podemos hablar de intentos por sacar del olvido, el aislamiento, la marginación o la indiferencia a este grupo de personas que han sufrido muchas veces las consecuencias de injusticias y prejuicios. Sin embargo, no debe dejarse de señalar que en otras ocasiones también hubo quienes defendieron sus derechos a través de los discursos y las acciones y lograron visibilizarlas y revalorizar su estado tal como sucedió cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas declaró en 2011 al día 23 de junio como “día internacional de las viudas”.

Las sociedades y los gobiernos no incluyeron a las viudas como ciudadanas con los mismos derechos que el resto de la población y esto estuvo registrado en las costumbres y las leyes vigentes a través de la historia. Para ejemplificar esta afirmación presentaremos algunos casos que complementarán la teoría con lo que sucedía en la práctica.

La viudez, “una triste situación”

En diarios locales de Salta encontramos un artículo interesante que refiere a la situación de desprotección en que quedaron las mujeres que habían perdido sus esposos o compañeros durante las luchas por la emancipación. Con el título de “Pensiones a las viudas de los guerreros de la independencia” un periodista de La Reforma señala que el gobierno nacional tuvo una noble iniciativa al recordar a los pocos guerreros de la independencia que aún existían, para hacerles pagar por lo menos tres años de sus sueldos. Pero el redactor del artículo objeta que aún debiera el gobierno proseguir bajo el mismo impulso, recordando que su acción reparadora y justiciera no concluyó y que sólo se haría cuando se atendieran otras deudas sagradas como las mencionadas.

El periodista se refiere a las pensiones atrasadas pertenecientes a las viudas de los mismos guerreros, liquidadas en multitud de expedientes en virtud de la ley del 15 de agosto de 1875. Y manifiesta abiertamente su desconcierto y desencanto:

“¿Por qué se ha de postergar indefinidamente el servicio de estas obligaciones reconocidas por la ley y basadas en los sacrificios de vida, de sangre y de fortuna de toda una generación arjentina? La ingratitud debe tener un límite, salvado este se convierte en irritante injusticia” (cita textual).

El discurso refiere a la indignación que llenaba el alma de colérico desprecio porque el gobierno no recompensó a los que quedaron atrás, sangrando de sus heridas, rasgados sus vestidos y reclamando a nombre de su sed, de su hambre y de su injusto olvido.

Las viudas de los guerreros de la Independencia son catalogadas abiertamente como víctimas que encuentran fieles intérpretes para despertar la atención del poder ejecutivo nacional  y del congreso. Se reclama celeridad en las gestiones. La frase que emplea el periodista no es una metáfora, es prueba de la burocracia que se perfeccionaría con el correr de los años: “Sus expedientes por pensiones atrasadas se apolillan bajo el polvo de la contaduría”. Y junto con las deudas en dinero se menciona una realidad más tremenda, aunque lógicamente esperada:

“También la vida de las infelices se agota por instantes, y rápidamente van resbalando hacia la tumba humilde y cristiana que guarda las cenizas de sus esposos, los soldados de Belgrano, de Güemez y de tanto otro adalid valeroso y abnegado. ¿Se quiere verlas desaparecer de la haz de la tierra, surjida a la libertad y á las instituciones civilizadoras, por el heroísmo de los últimos y por el amor de las primeras?”

El artículo publicado denota el pesimismo de quien lo escribe pues éste cree que el anunciado final no se hará esperar en el transcurso de pocos años. Entonces, cuando sea tarde, cree que las miserables pensiones se pagarán sólo a una lista de nombres, pues las viudas, hartas de esperar, simplemente habrán muerto.

El periodista finaliza su reclamo afirmando: “Es justicia lo que se pide y lo que se haría”. (La Reforma, 23/08/16).

Durante muchos años, la viudez, además de un problema individual fue un problema social. Fue un problema individual porque afectaba los sentimientos y el estado de ánimo de la mujer que perdía a su esposo así como a la familia en general que también veía cómo cambiaba radicalmente su entorno social y económico. Este estado civil fue también un problema social ya que eran sólo los hombres los que proveían de sustento a la familia porque eran los únicos que trabajaban o hacían negocios. Por eso, cuando el jefe de la familia fallecía, la mujer y, por consiguiente, sus hijos quedaban desamparados y requerían de la solidaridad de otros parientes, de algunos vecinos y del propio estado para poder sobrevivir. Por no saber leer ni escribir muchas de ellas y por no haber salido prácticamente nunca de sus hogares no podían continuar los negocios de sus maridos y eran presa fácil de hábiles especuladores.

La solución a estos problemas con los que se enfrentaban las mujeres era organizar obras de caridad para beneficios de las viudas y sus hijos o un nuevo casamiento si la viuda conseguía candidato para tal fin. Cuando ninguna de estas opciones era posible las mujeres buscaron, a través de una larga y a veces insuficiente burocracia, la protección o el resarcimiento a través de las leyes. Valgan como ejemplos los casos de Doña María Guadalupe Cuenca, viuda de Mariano Moreno, María Rosa Lynch, viuda de Juan José Castelli, Ángela Baudrix, viuda de Manuel Dorrego o Juana Azurduy, viuda de Manuel Ascencio Padilla. Las pensiones les correspondían así mismo a las hermanas o hijas de los guerreros que también padecieron los mismos desplantes y olvidos. Tal es el caso de las salteñas Juana Manuela Gorriti y Mercedes de Gurruchaga, nieta de Don Francisco de Gurruchaga. Sobre ellas merece hacerse una referencia especial así como también al emblemático caso de Carmen Puch, viuda del General Martín Miguel de Güemes.