Murió Gerardo Bavio y una sensación desoladora nos sofoca: el hombre de las mil batallas se fue cuando un gobierno se empeña en acosar a los proyectos colectivos por los que él lucho y en la semana donde un mamarracho ético y jurídico habilitó el 2 x 1 para los asesinos de sus compañeros. (Daniel Avalos)

Para muchos jóvenes y no tan jóvenes Gerardo es un perfecto desconocido. Ignoran que fue un protagonista de la historia. Que los libros, artículos periodísticos, ponencias académicas o charlas que buceaban en los 60 y 70 debían detenerse en esa figura. La referencia es incluso ineludible si el escenario era la Salta de cuando su nombre y  apellido andaba de boca en boca entre una juventud convencida de que la revolución estaba al alcance de la mano.

Gerardo había nacido aquí en febrero de 1926, se recibió de Ingeniero Civil en la Universidad de Córdoba y en 1962 fue contratado por el Ministerio de Industrias de Cuba a cargo de un Ernesto “Che” Guevara que, mientras buscaba que el saber técnico se pusiera al servicio de la revolución, se esforzaba por convencer a los revolucionarios del continente sobre la necesidad de continentalizar la experiencia caribeña. Con Bavio no debió tener demasiados problemas. Él partió a la isla ya convencido y, de vuelta en el país y tras algunos años, ingresó a militar en Montoneros.

Dos días antes de que Miguel Ragone asumiera la gobernación de la provincia un 25 de mayo de 1973, este dio a conocer los nombres de quienes integrarían su gabinete. Se supo entonces que el intendente designado era el propio Gerardo. La primavera duró poco. Casi de inmediato comenzaron los absurdos que sólo eran aparentes, en tanto los sectores de derecha del peronismo que veían en Ragone una amenaza roja, comenzaron una furiosa arremetida contra ese gobierno que, en febrero de 1974, se cobraría a los hombres más identificados con la tendencia revolucionaria del peronismo. Gerardo Bavio era uno de ellos, aunque para él lo peor llegaría con el gobierno de Isabel Perón que lo encarceló. Fue liberado en febrero de 1975 y lejos de amedrentarse constituyó la Junta Promotora del Partido Peronista Auténtico, la rama política de Montoneros. Tras el golpe del 76 permaneció en Argentina hasta mayo de 1978 cuando partió a su exilio mexicano. Allí suscribió un documento crítico a la conducción de Montoneros junto a figuras como Miguel Bonasso y partió a España, donde finalmente rompió con la organización. Antes lo había hecho un grupo encabezado por el poeta Juan Gelman, cuyas críticas fueron retomadas por el propio Gerardo: un militarismo que ahogaba la práctica política, ausencia de democracia interna y un vanguardismo incorregible propio de las tradiciones de izquierda más que del peronismo.

Gerardo retornó al país en 1988 junto con su compañera “Pilu” de la que siempre hablaba aunque nosotros nunca conocimos. Los “nosotros” éramos jóvenes y no tan jóvenes que, promediando la primera década del siglo XXI, asumimos que personas como Gerardo eran doblemente imprescindibles: para explorar históricamente los años de la revolución y para extraer de personas como él aprendizajes para la práctica política de hoy. Fue entonces cuando lo conocimos. No había en él rastro alguno de esa euforia bélica con que la derecha suele pincelar a los “setentistas” con el objeto de asociarlos al terrorismo aunque esa euforia sea reivindicada, en otros términos, también por cierta izquierda trasnochada que asocia la alta política a sólo tener “huevos”. Tampoco era Gerardo un setentista. No buscaba nunca sofocar a los más jóvenes con esos discursos que sentencian que todo lo maravilloso quedó en aquel periodo y que el presente nos condena a una existencia política mediocre. Y ello, fundamentalmente, porque Bavio carecía completamente de cualquier concepción heroica de la vida. Sólo se sentía parte de una generación que si tuvo alguna trascendencia, explicaba, obedecía a todas las circunstancias históricas que ocurrieron en torno a ella y a cómo, ante las múltiples posibilidades que ese contexto les dio, optaron con absoluta conciencia por los caminos que finalmente transitaron.

En esto, Gerardo Bavio se parecía mucho a otro revolucionario de aquellos tiempos: el cordobés Héctor Jouve, a quien alguna vez entrevisté para la elaboración de un libro sobre la guerrilla del EGP, desmantelada en las selvas de Orán en 1964. Compartían la humildad de los sabios. También una mirada entre triste, rabiosa y desgarrada por una revolución que creyeron posible y que, además de no ser, terminó con miles de sus compañeros y compañeras presas de la saña de los torturadores y asesinos.

Los encuentros con Gerardo no fueron muchos aunque todos fueron intensos. De ellos, uno concluía que él contaba con pocas pero poderosas certezas: no se debe tolerar la arrogancia de los de afuera y lo cipayos de adentro en cuyo triunfo está inscripta la derrota de los pueblos; la lucha contra esos enemigos siempre es política y esa política no debe hacerse al margen de un proceso popular; vínculos con la masas cuya concreción depende de las características propias del periodo en que se realizan.La discusión en torno a esos aspectos explicaba por qué Gerardo el militante disfrutaba tanto de los encuentros con los militantes populares. En ellos transmitía la misma pasión con la que se esforzó por redactar sus memorias o con la que luchó contra la impunidad de los genocidas. En el 2008 su enorme despliegue de energía se combinó con el clima de época apropiado y fue reconocido por la UNSa, que lo nombró Profesor Honorario. En ese acto donó a la universidad un escrito de casi 500 páginas en las que evaluaba el periodo y materiales importantes de los 70 para que los historiadores le dieran el uso que consideraran adecuado.

Y ahora que la noticia de su muerte nos llega, uno no puede más que recordar esos intensos encuentros en los que Gerardo era invitado por quienes, para escucharlo, organizábamos charlas, conferencias, entrevistas o encuentros. Lo mejor de todo, no obstante, eran los asados rociados con varias botellas de vino en donde el viejo y los jóvenes protagonizaban largas y hospitalarias mesas.

Gerardo siempre era el postre. El contador de historias que hechizaba a los presentes quienes, a falta de sillas, se acomodaban como podían en un living estrecho de una casa de Castañares. Escuchas que debían encogerse un poco más ante el arribo de colados que no pedían permiso para ingresar porque ya sabían que Bavio estaba allí. Nadie se quejaba de los colados ni por las incomodidades. Todos sabían que allí se conocerían episodios pasados impensados, se reflexionaría críticamente sobre ellos con alguien que había sido parte de los mismos, extraerían enseñanzas y finalmente saldrían más convencidos de la importancia crucial de la práctica política. No había forma de aburrirse con Gerardo. Por todo lo que sabía, por su inteligencia natural para procesar lo vivido, por su rechazo a las visiones autolegitimantes y porque, como todo hechizador, sabía cuándo al relato duro y sesudo debía saborizarlo con las ocurrencias del pícaro que arrancaban sonoras y cómplices carcajadas.

Gerardo Bavio escribiendo el Honoris Causa en la UNSa en 2008.

Gerardo Bavio, además, era un viejo sabio. Había logrado establecer una relación armoniosa con su pasado, con su presente, con los otros  y con las cosas. Yo lamento que haya muerto el viernes. Lamento que se haya ido días después de que una Corte de Justicia supuestamente integrada por notables, haya abierto otra vez la puerta a la impunidad. Gerardo era lo suficientemente lúcido como para dimensionar la gravedad de ese golpe bajo y artero a la Memoria, la Verdad y la Justicia; y a los muchos Gerardos Bavios que a pesar de su fuerza excepcional sienten que no logran doblegar del todo a los enemigos poderosos que tan extremadamente buscan agredirlos.

También sé que era un optimista incurable. Que se fue convencido de que el comenzar de nuevo irrita a los soldados de la memoria, pero que estos, ante los nuevos atropellos, montarán otra vez sus caballos para que con la obstinación de Aureliano Buendía, el personaje de Cien años de soledad, partan a librar las mil batallas que sean necesarias aun cuando los poderosos les aseguren que perderán todas.