La represión contra el pueblo mapuche ya se cobró dos muertes. Mientras el Estado reivindica su facultad de usar la fuerza contra el “Mal”, los medios crean una figura bestial que justifique el accionar estatal empleando periodistas que se asemejan a esos sacerdotes medievales que anunciaban la llegada de Satanás. (Daniel Avalos)

Detengámonos en lo primero. Digamos entonces que pocos dudan que uno de los pilares fundamentales de la soberanía del Estado –nación– moderno lo constituye el monopolio del uso de la fuerza que, según el mito fundacional, surgió cuando los hombres delegaron en esos Estados el Poder de gobernarlos para evitar que el hombre sea el lobo del hombre. A cambio de esa delegación, los primeros se comprometían a proteger a los ciudadanos valiéndose, incluso, de la violencia que el Estado se facultaba a monopolizar. Y aunque pocos, insistamos, dudan de ello; nadie duda que esos Estados poseen una abrumadora ventaja material sobre el resto de la sociedad en lo que al ejercicio de la violencia se refiere. Situación que deslizó al derecho internacional y nacional a sentenciar lo siguiente: la violencia que puedan ejercer los soldados, el policía o los carceleros no depende de las características personales del funcionario sino del cargo que ocupa; y por ello mismo esos funcionarios están obligados a rendir cuentas de sus actos en el marco del ordenamiento jurídico que los regula.

Dicho esto, recurramos ahora a la Historia para entender mejor el peligro que asola al país en esta coyuntura política y que los hechos trágicos que ocurren en el sur del país con la comunidad mapuche y otros trabajadores revelan. ¿Qué nos dice la historia? Que desde la mitad del siglo XX al menos, el derecho y los tratados internacionales fueron poniendo límites al uso que la fuerza estatal ejerce al interior de los Estados – Nación. Un proceso que no fue por pura evolución moral de los constitucionalistas, sino producto del impulso que tuvo la lucha por los Derechos Humanos como parte de un movimiento gradual por deslegitimar los abusos de esos mismos Estados. He allí el carácter progresista de ese proceso histórico: se inscribió en cierta linealidad que buscaba y busca direccionarnos a un horizonte que el consenso mayoritario define como deseable y que considera que el uso de esa fuerza es legítimo cuando su base es moral y justa, e ilegítima cuando su base es inmoral e injusta. Convengamos. Ello no necesariamente supuso que haya disminuido la violencia ilegítima de los Estados contra sus propios ciudadanos, pero sí produjo un debilitamiento de los razonamientos autoritarios posibilitando que aquellos que no forman parte del Estado puedan denunciar, litigar y hasta obstaculizar la acción estatal cuando hay elementos que prueban el mal uso que se hace de esa fuerza.

Estos principios se ven amenazados por el gobierno de Macri y son abiertamente atacados por algunos de sus funcionarios. Lo ocurrido en el sur del país con la muerte de Santiago Maldonado primero y Rafael Nahuel después lo muestran con nitidez. Conductas y hechos que permiten aventurar que lo que esos sucesos anuncian –sino se lo detiene– es lo que ocurrirá en otras regiones del país en donde el denominador común se repite: abierta tensión entre pueblos originarios y nuevos terratenientes por el recurso de la tierra que unos usan para vivir y otros para lucrar aunque el actual gobierno haya tomado desembozadamente partido por los poderosos cuyos lujos y excesos son sólo superados en importancia por la ceguera que tienen ante el sufrimiento que los rodea.

Y en esa toma de partido que práctica el gobierno nacional se vislumbran dos componentes: la arremetida franca contra el derecho constitucional que asiste a esos pueblos cuyas consecuencias más extremas fueron las dos muertes de los jóvenes; aunque también que tales arremetidas se justifican con razonamientos que dejan ver que el objetivo es desandar el proceso por el cual los derechos se ampliaron para llevarnos a modelos que fueron hegemónicos mucho tiempo atrás. De allí que creamos nos equivocarnos al afirmar que la sucesión de hechos brutales busca debilitar sino modificar la ingeniería legal que exige que los funcionarios de Estado repriman sus propios y primitivos instintos a la hora de hacer uso de la fuerza.

La conducta y los enunciados de la ministra de Seguridad de la nación, Patricia Bullrich, es un ejemplo de ello. Es cierto que ella es la materialización del primitivismo discursivo y la corporización de la pose degradada de aquellos juristas retrógrados que al menos guardan las formas. Condición esta que desliza a esa mujer a asumir los gestos típicos del patovica castrense que nunca tiene una coartada histórica porque su máxima pretensión es atornillarse a un cargo. Caricatura de estadista, en definitiva, que no la vuelve menos peligrosa aunque sus enormes límites intelectuales nos obliguen a dirigir también la mirada a otros actores que asumiendo la misma misión cumplen sus tareas de manera más sutil y sagaz.

Hablamos de muchos medios de comunicación y no pocos periodistas que con su prédica apocalíptica sobre los mapuches buscan que la opinión pública identifique a “indio” como parte de una colectividad en donde el Mal es inmanente amenazando la integridad del país y la seguridad de las personas. Hablamos de comunicadores como Luis Majul, Jorge Lanata, Joaquín Morales Solá, los Leuco y tantos otros que representan la violencia letrada del país aun cuando de cuando en cuando nos aseguren que son tipos que se deslumbran por los clásicos de la literatura y el arte mundial. Son ellos quienes prestan sus servicios al Poder de turno generando en el sentido común de los ciudadanos la figura de un mapuche al que presenta como decididamente bestial por insubordinarse ante la injustica y cuestionar el mal uso del derecho y la fuerza; constituyendo así según ellos la materia prima indispensable de supuestos terroristas nucleados en una sigla de la que todos hablan aunque casi nadie ve: la RAM (Resistencia Ancestral Mapuche)

Lo curioso del caso es que nadie ha denunciado aun un malón indígena contra las civilizadas ciudades blancas que justifique la alarma. Menos aún se ve el armamento de guerra pesado de la RAM que según el intelectual Federico Andahazi -quien difunde sus elaboradas ideas con los escasos caracteres que le permite el twitter- existen y estarían al servicio de crear en la Patagonia una especie de califato turco apelando al terrorismo. Y uno escucha eso y dice ¡¡¡caramba!!! ¿En qué momentos hombres y mujeres que por formación deberían ser cultos se entregaron a un repertorio malsonante al que condimentan con anuncios apocalípticos?  Y eso no es todo porque también hay que indignarse con esa pretendida intelectualidad que decide bastardear categorías como “terrorismo” que siendo útiles para pincelar un pasado y un presente trágico en el mundo y en el país, ahora se la usa para tratar de deslegitimar a una comunidad mapuche que hace años hizo pública un tipo de organización comunal y legal en donde decididamente aislaron al pretendido RAM no porque estos sean terroristas sino simplemente porque como cualquier grupo radicalizado de la izquierda nacional hacen de la pureza de principios la razón de un sectarismo que siempre se traduce en esterilidad política. De allí que ni las comunidades mapuches ni el difuso RAM puedan contemplarse en una categoría como la de terrorismo. Las primeras porque a pesar de su particularidades étnicas – culturales busca entablar contacto con múltiples sectores sociales a los que precisa para que sus reivindicaciones cobren fuerza; la segunda porque no hay evidencia alguna de uso de métodos de ese tipo que sólo ve el gobierno nacional que dirige la represión y sus escribas o voceros mediáticos que insisten en crear un demonio que movilice a los fanáticos.

Imposible obviar, no obstante, que la prédica satánica tiene éxito. Sobre todo porque esa prédica que el sentido común y la falta de pruebas contradicen, sigue ganando incautos que se dejan embaucar para luego echar espuma por la boca cuando sienten hablar de los mapuches terroristas. De entre las múltiples variables que puedan explicar tamaño éxito, dos resultan ineludibles. La primera de ellas se relaciona con el hecho de que una parte importante de la sociedad hace esfuerzos por asemejarse a una turba que no busca que la prensa le cuente la verdad de las cosas porque lo que demanda es que esos medios y los violentos letrados le hagan el inconmensurable e imprescindible favor de disfrazar de valores lo que en realidad son prejuicios. La segunda de las razones, en cambio, tiene que ver con el enorme poder de esos periodistas que contando con una herramienta comunicacional fenomenal como lo son los medios de comunicación hegemónicos, han ocupado hoy el rol que hace siglos ocupaban los sacerdotes quienes contando con el monopolio de los altares eclesiásticos y la administración de las creencias podían darse el lujo de llevar de las narices al rebaño propio.