En esta entrega de las reseñas realizadas por jóvenes críticos salteños presentamos el libro del tartagalense Fabio Martínez, Dioses del fuego y otros relatos, publicado por la editorial cordobesa Nudista. (Leandro Arce De Piero)

Los fantasmas sólo pueden habitar en lugares con historias. Es la memoria la que graba en el espacio la imagen fugaz de las existencias corporales y espirituales. Los múltiples dramas existenciales se yuxtaponen para conformar un espacio abominable. Este sólo puede ser dicho desde la distancia habilitada por la perspectiva y articulado en forma de relato de fragmentos, donde emerge el detalle.

Dioses del fuego y otros relatos, de Fabio Martínez, un libro que juega con los límites entre cuento y novela, ganó el Primer Premio de los Concursos Literarios Provinciales 2014 de la Secretaría de Cultura de la Provincia. Es el testimonio de un escritor al que, como el mismo Martínez lo confirma en una entrevista publicada en La Gaceta (23/11/2014), no le hace falta crear un mundo nuevo, sino que la realidad ofrecida por Tartagal y el departamento San Martín le resulta suficiente. También, sostiene allí, que ha sido capaz de observar y narrar, posiblemente gracias al don de la distancia, los vericuetos de la vida en el interior de una provincia del interior.

No creo que sea posible decir nada estando atrapado en la vorágine del caos, es el viaje lo que le permite a Martínez una iluminación semejante a la de alguno de sus personajes: “Recuerdo que fue en ese momento y lugar que percibí por primera vez esa sensación de que había cosas que nadie veía. Primero fueron susurros, voces que hablaban en idiomas desconocidos y después sombras con formas extrañas que deambulaban por los rincones” (El cumpleaños de quince, 93).

Ya sea por virtud o por defecto, el narrador de los relatos es diferente de un texto a otro, sin embargo la mirada parece ser siempre la de un sujeto atormentado por la clausura y movilizado por la violencia.

Parafraseando a Stephen King, Tartagal es un lugar inhumano que hace de los humanos monstruos. Fabio Martínez elige la mayoría de las veces la primera persona para narrar, dando al relato un tono intimista, confidencial o, tal vez, diciéndose a sí mismo y a su experiencia en la ciudad a la cual retorna sin ya quedarse del todo. Por su parte, el narrador externo no habilita la objetividad, sino que funciona como marco de los fenómenos fantástico-reales que ocurren constantemente. La duda posibilita lo sobrenatural y el tedio atraviesa la vida de pueblo del interior como filamentos conductores de la electricidad narrativa.

Tartagal es en los relatos de Fabio Martínez una ciudad enigmática que distintos sujetos errantes recorren como almas en pena. Los personajes, en tránsito, padecen la vida pueblerina, viciada por la corrupción policial, la lucha por el poder y la desigualdad económica. Viajan en colectivos, en autos, cuyas marcas se suceden una tras otra, de Tartagal a la ciudad (Salta, Buenos Aires, Córdoba o cualquier otra) o divagan por los alrededores del pueblo en un via crucis pasional, en búsqueda de la explosión.

Todos a su manera descubren lo mismo, que el lugar en el que habitan (por casualidad, por necesidad, por esperanza u obligación) es puro deseo: “Cuando la tarde se estaba acabando, abrí una agenda e intenté escribir lo que había hecho en estos años fuera de Tartagal. No pude llenar ni siquiera una hoja. En cambio, dibujé varias llamaradas alrededor de las letras. Lo hice de una manera tan prolija que parecía que las palabras se prendían fuego”.

La violencia se vuelve nostalgia producto del alejamiento y Tartagal pareciera brillar: “En el camino tuve la extraña sensación de que Tartagal, en mi ausencia, había cambiado” (El velorio, 98). Luego, la sangre cuajada es premonitoria del eterno regreso. El fuego purifica porque es constitutivo, es la pulsión que hace a los cuerpos moverse. Fuego es el espíritu y la errancia (no se me ocurre mejor término) habilita un tipo de mirada simultáneamente panorámica y del detalle. Fabio Martínez es un narrador hábil, algunas horripilantes imágenes que componen el libro quedan grabadas en la memoria, alguna golpiza queda registrada en el cuerpo del lector y al cerrar el libro se siente un suave aunque persistente olor a flores secas, otros relatos perdurarán como un murmullo cuya emergencia es imprevisible.