El objeto de estas líneas parece un imposible, reivindicar a los personajes que estampan en las paredes las consignas de una fuerza política: el pegatinero. Se entiende bien que hoy sea difícil reivindicarlos luego de que algunos de ellos golpearan inexplicablemente al Vicegobernador. (Daniel Avalos)

Ocurrió el domingo pasado, cuando Andrés Zottos quiso evitar que esos pegatineros eliminaran los afiches de la vía pública que impulsan su candidatura a senador nacional. El hecho constituye un eslabón más, de una larga cadena de sucesos que configuraron un tipo de práctica política que el ciudadano suele aborrecer: la del político poderoso que, carente de bases sociales orgánicas y de razonamientos ideológicos, contrata a rufianes anónimos y poco sofisticados que se prestan a realizar el trabajo sucio que el primero le encomienda a cambio de una paga. Y así las cosas, difícil no entender a los miles de salteños que se enorgullecen de no tener que ver nada con la política. Y es que para estos últimos la política es eso que ha leído, escuchado y visto en todos los medios gráficos, radiales y televisivos provinciales y nacionales. La cobertura de este tipo de casos es tal, que las prácticas políticas asociadas a otras lógicas quedan absolutamente invisibilizadas. Y aunque todo lo invisibilizado no resulte suficiente para que otro tipo de política emerja y reconcilie a los ciudadanos con esa práctica, esas prácticas políticas de otro tipo que requieren de otro tipo de pegatineros… sí existen.

Y allí volvemos al principio porque, dijimos, reivindicar a esos otros pegatineros es el objeto de estas líneas. Para hacerlo no contamos con análisis acabados, sino con el simple testimonio personal, el mío, que es hijo de un ejercicio de memoria individual. Un ejercicio peligroso. Entre otras cosas, porque la memoria individual es siempre una reevaluación del pasado a partir de las urgencias de un presente que, insistamos, en este caso busca distinguir al pegatinero rentado desprovisto de pasiones políticas, de aquel otro que estampa en las paredes de una ciudad el deseo profundo de una sociedad que entiende como más justa y deseable. El problema es que ese tipo de urgencias puede inclinar al testimoniante a forjar relatos nostálgicos y autolegitimantes. Pero, advertido el lector sobre la naturaleza del testimonio y sobre los muchos otros que pueden dar cuenta de pegatineros militantes, vale la pena correr el riesgo y rememorar al grupo que, tras cada pintada en una pared, firmaba la autoría del trabajo como “La banda de PKK”. Como muchos otros compañeros de Libres del Sur con los que compartí militancia durante años, los integrantes de La Banda de PKK eran abnegados, generosos y desinteresados. De allí que pueda presentarlos como estereotipos de militantes, aun cuando las diferencias políticas irreductibles determinaron mi renuncia a seguir formando parte de la organización. Pero antes de que eso ocurriera, cuando estaba convencido de que “Libres” podía aportar a ciertos cambios a partir de lo que considerábamos una fortificación del espacio nacional y popular, éramos muchos los que debíamos entregarnos al ejercicio de las pegatinas y pintadas que, indefectiblemente, eran comandadas por PKK y sus muchachos.

Como el nombre lo indica, esa banda -que se asemejaba a una especie de estado mayor conjunto de las pegatinas-, identificaba a PKK como un referente importante de esa comandancia. Militante de Barrios de Pie, empleado público, esposo y padre, PKK no solía participar de las reuniones de conducción del movimiento, aunque sí formaba parte de la conducción del frente territorial Barrios de Pie. Una digresión aclaratoria se impone. Es para explicar la naturaleza de esos ámbitos. La autoproclamada conducción se reunía a principio de la semana para discutir la política nacional y provincial, evaluar las actividades de los distintos frentes y discutir las formas en que las demandas inmediatas de los ámbitos en donde esos frentes militaban, podían articularse con los objetivos estratégicos de la organización. A partir de allí, la conducción de los distintos frentes se encargaba de transmitir lo discutido al conjunto de los militantes que luego, a su vez, transmitían la “línea” de la organización entre los vecinos. PKK casi nunca participaba de las reuniones de conducción, salvo cuando las coyunturas electorales se aproximaban. Cuando él aparecía, ya todos sabíamos quiénes serían los candidatos y las consignas de campaña. Pero todos sabíamos también otra cosa: que la tarea militante se incrementaría indefectiblemente en incursiones nocturnas. Para los que teníamos la suerte de tener un auto, no había escapatoria alguna. PKK y su banda afectarían implacablemente vehículo y conductor, aunque casi nadie se libraba de las pintadas y pegatinas. Todos, hasta los militantes considerados como excelentes analistas, publicistas u oradores, sabían que en esa coyuntura de instalación de candidatos y lemas de campaña, estaban obligados a subordinarse a la banda. A algunos nos tensionaba verlos separarse de los concurrentes de la reunión para parlamentar en un costado. Lo hacían abstraídos de todo lo que ocurría alrededor de ellos, indiferentes a si alguno de nosotros escuchábamos o no sus cálculos… pero uno sabía que hablaban de objetivos y etapas de la campaña, recuento de vehículos, paredes identificadas como aptas para las operaciones y número de militantes disponibles. Y cuando por fin los miembros de ese selecto grupo se desgranaban, era para informarnos al resto de los asistentes sobre la noche y el horario en que la tropa debería concentrarse para dar comienzo a la campaña.

Nunca como entonces, yo al menos, me sentía tan lejos del llamado Hombre Nuevo al que aspiraba el Che Guevara. Si había algo que me alejaba irremediablemente de ese ideal de revolucionario que ama los extremos, desplaza los límites de la realidad y crea el futuro; ese algo era la ternura y preocupación con la que revestía los asientos de mi auto con enormes sabanas, o tapizaba el piso del baúl vehicular con papel de diarios con el ingenuo objetivo de que el engrudo o el enharinado ferrite rojo, negro o verde, no maltrate alfombras y tapizado. Ya en el lugar de encuentro, los subordinados apreciábamos en silencio el celo con el que la banda disponía de los últimos detalles: la concentración del Chaqueño revolviendo con la paciencia propia de un alquimista el engrudo; la precisión con la que Palancha disponía en distintos envoltorios el ferrite según el color, y el cálculo matemático de botellas de agua necesarias para disolver lo distribuido; o la obsesión con la que Pepe anotaba en su cuaderno las zonas y las calles que corresponderían empapelar o pintar a los distintos pelotones. Era el mismo Pepe, incluso, el que centralizaba los partes de pegatina. De allí que cuando un mensaje de texto, o un llamado telefónico, lo anoticiaba sobre ciertas paredes ya blanqueadas por una cuadrilla, ordenaba a los “letristas” que partieran hacia el lugar monitoreando que el total de ferrite, agua, engrudo o afiches, se correspondiera con lo que escrupulosamente había planificado.

La voz firme y segura caracterizaba a los integrantes de “La banda de PKK” en esos días de pegatina. Y aunque algunos de ellos calzaban guantes de látex que les protegían las manos, ese detalle que restaba virilidad a esos militantes rudos, de aspecto desalineado y prendas de vestir totalmente desaseadas, no autorizaba a nadie a exteriorizar su descontento por la magnitud de las tareas encomendadas. Todos sabían, después de todo, que los mandantes nunca pedían algo que ellos mismos no hubieran ejecutado con el mayor de los éxitos. Y entonces partíamos, no sin antes contemplar cómo la comandancia se montaba al Peugeot 404 del hombre que había dado su nombre a la banda. Un automóvil que alguna vez debió ser gris, pero que entonces, sobre todo en la zona del baúl, se asemejaba a esas telas variopintas que ciertos artistas famosos producen con la llamada “técnica del chorreo” en nombre de una supuesta creación artística al alcance de todos. Peugeot 404 en el que habitaban todas las imperfecciones que el paso del tiempo y el descuido de su dueño habían permitido, aunque en las noches de pegatina solía estar envuelto de un halo de heroicidad en el que se transportaban sólo el propietario del coche y sus lugartenientes. Y aunque es cierto que alguna vez los marciales jefes debieron bajar del mismo para empujarlo, e incluso que alguno de ellos en medio de ese trance vergonzante convirtiera al vehículo en objeto de violentas injurias… mucho más cierto aún es que sus exclusivos ocupantes solían mimosear con la ternura propia de los amantes al estropeado y noble vehículo que, una vez de pegatina, parecía olvidarse de todas sus mañas mecánicas y trasladar a PKK y los suyos a donde estos precisaban. Sólo cuando las primeras claridades empezaban a ganarle terreno a la noche, el Peugeot empezaba a evidenciar el trajín al que había sido sometido durante años. Pero nadie era ya capaz de reparar en ello. Todos estábamos pendientes de que los afiches se acabaran, el ferrite se consumiera, o del reloj que indicaba que la hora de las obligaciones laborales estaba cada vez más cerca.

Por eso y tantas otras cosas, no hay punto de contacto alguno entre estos pegatineros militantes y aquellos que golpearon al Vicegobernador y que así, increíblemente, terminaron protagonizaron el hecho político de la semana. Los resultados del mismo están a la vista. El repudiable accionar terminó potenciando lo que la eliminación de la cartelería del Vicegobernador quería evitar: visibilizar y potenciar la candidatura del mismo Andrés Zottos y minar un poco más el poco o mucho prestigio con el que cuenta el propio oficialismo. Son los riesgos que corren los políticos profesionales cuando confían tareas políticas a quienes carecen de pasiones y razonamientos de ese tipo. Por eso ahora, esos políticos, están entrampados en malabarismos verbales que busca infructuosamente contrarrestar los efectos negativos de la agresión. Sin márgenes de maniobra para explicar lo inexplicable, terminaron optando por defender al gobierno atacando al agredido. Por eso decidieron acusar a Zottos de aprovechar lo ocurrido y utilizarlo electoralmente. La acusación es cierta, pero ese oficialismo olvida que Zottos está haciendo exactamente lo que el mismísimo Juan Domingo Perón recomendaba para estos casos. Esa recomendación fue escrita en 1952, en un artículo al que tituló “El arte de la conducción” y que publicó en el desaparecido diario Democracia con el seudónimo de Descartes. Decía así: “…las fuerzas negativas de la incapacidad suelen superar en la conducción política y de guerra a toda previsión, porque los aciertos se neutralizan pronto, en tanto los errores se capitalizan siempre”.