Reproducimos la nota publicada por el suplemento Radar, de Página12, a razón del libro editado por Josefina Carón sobre la obra del artista cafayateño Calixto Mamaní. “El hombre del Castillo” se presentará en Buenos Aires el 3 de agosto.

La aparición del paisaje *

Durante décadas en Cafayate, Salta, el artista Calixto Mamaní retrató su mundo, los árboles, los animales, los personajes: más de quinientas piezas que, a principios de los ’60, guardó en una casa construida por él mismo, que los lugareños llamaron “castillo”. Mamaní murió en 2010: la casa ahora es museo y la obra es parte de un libro que se presenta la semana próxima, El hombre del Castillo, una investigación y compilación editada por Josefina Carón que ofrece el testimonio de una obra y de una manera de estar en el mundo.

Morir para dar vida, óleo sobre madera, 1965

Durante los meses de marzo y abril de 2010 la artista Josefina Carón visitó a Calixto Mamaní en su casa de la calle Rivadavia 452 en Cafayate. Hizo un registro fotográfico exhaustivo de la obra del salteño: más de quinientas piezas, entre pinturas, dibujos, tallas en madera y piedra, cerámica y murales. Durante esas largas jornadas de trabajo Josefina llevaba un grabador con el que fue registrando las conversaciones con Calixto, el relato espontáneo, entrecortado, cíclico, con que el artista revisitaba su propio trabajo. Las imágenes de una obra prolífica y entrañable (en el sentido de entrañas), y el relato de Calixto fueron reunidos en un libro financiado por Mecenazgo Cultural, que vio la luz este año y va a presentarse a principios de agosto en el Museo Nacional de Bellas Artes y el 20 de agosto en el Cine Teatro Municipal de Cafayate. Lo primero que conmueve al hojear el libro es su cualidad de testamento, no en el sentido Hallmarkiano, estereotipado, de historia de vida, sino en el carácter testimonial de una obra que da cuenta de una manera singular de estar en el mundo, un talante que trae a colación una textura, tono y sonido específicos. Porque el mundo aquí no es una cosa abstracta ni global; el mundo es mundo en tanto tiene una localización geográfica, una temperatura, una contextura, un lenguaje. Así es como en la metamorfosis, en la inquietud morfológica, la obra de Calixto Mamaní, lejos de clausurar su poder convulsivo en una postal folclórica, nos devuelve, sin manifiesto alguno, una de las funciones primordiales del arte: la de constituirse en herramienta para dar sentido a nuestro paso por la Tierra.

Valle encantado

La toponimia de Cafayate no logra  consenso. “Cajón de agua”, “sepultura de penas”, “gran lago”, “pueblo que lo tiene todo”, apuntan los diversos rastreos sobre el origen y significado de la palabra. También dicen que es el lugar donde vive el sol, porque aunque pueda estar nublado en el Valle de Lerma, apenas cruzando la localidad de la Viña encontramos la luz viva y quemante. La amplitud térmica es notable, y el viento omnipresente ha dotado a las montañas rojizas de las formas más insólitas. Tiene la cualidad de un paisaje esculpido, como si en cada centímetro cuadrado una fuerza externa hubiera impreso su capricho con constancia de mulita infatigable. La vegetación: algarrobo y cardón.  Dos seres pinchudos y retorcidos que soportan la aridez con estoicismo. Ese fue uno de los motivos en que fijó la vista Mamaní para convertirlos en modelos de muchos de sus cuadros. En la serie de algarrobos, óleo sobre madera, las ramas cenicientas se ensortijan y explotan en el espacio como  canas electrizadas lanzando el último aliento. Parte de la corteza queda arrancada y muestra la piel suave y plateada. En algunas ramas se hinchan nudos oscuros –un gesto gutural del árbol— que interrumpen la circulación de las líneas siempre expansivas en su serpenteo radial. En los dibujos de algarrobos también vuelve a aparecer esa manera de ser del árbol, portentoso y abigarrado; la línea de Mamaní aquí es hermana de la línea de Van Gogh, energía en ebullición que no deja caldo sin revoltijo, y de Frank Vega con sus morfologías barrocas que mencionan una fantasía monstruosa. Los chañares también van a capturar la atención de Mamaní con su corteza naranja amarillenta que se enciende en la espesura gris de un entramado que se hace cueva. Vuelve el amarillo en las tunillas florecidas y en el refucilo del aire detrás del bosque. También el escenario cafayateño provee el abanico temático, desde la fábula hasta la costumbre, una mezcla de realismo telúrico a lo Policastro con ciencia ficción del altiplano.

El hombre del Castillo

“Calixto Tránsito Mamaní nació el 14 de agosto de 1938 en la finca La Rosa, en el pueblo de Cafayate, Salta. Hizo la primaria en la escuela Zuviría, donde aprendió a leer, escribir y dibujar. Hasta sus 18 años trabajó en las fincas de la zona, sulfatando y arando. Fue albañil, peón golondrina en los campos de tabaco del Valle de Lerma. Paralelamente, seguía dibujando y modelando en arcilla. Realizó murales por encargo y restauraciones de imágenes religiosas. Algunas de sus piezas las vendía a turistas que visitaban la zona. Recorrió los Valles Calchaquíes a pie en busca de materiales y motivos para sus pinturas y esculturas. Expuso sus trabajos en Salta, Cafayate, Tucumán y Santiago del Estero. En el año 1962 comenzó la construcción de su casa. El 27 de enero de 2011 fue inaugurada por su familia como Casa Museo Calixto Mamaní”, apunta la biografía en la contratapa del libro.

Una de las preocupaciones del artista visual, transitada con mayor o menor pesar, es la de volverse el principal coleccionista de su propia obra. Los objetos se acumulan y el mercado del arte no tiene estómago tan elástico como para tragar tanto, ni las bodegas de los  museos son tan vastas, ni los amigos ni los familiares son potenciales coleccionistas. Aún así, el frenesí del hacer parece no tomar nota del agobio. Abstenerse de producir, occidentales como somos y en un contexto ansioso de novedades donde un parate de apenas un par de años empieza a rumorearse como un retiro, resulta tarea ardua. Y así andamos en nuestros talleres, rodeados de nosotros mismos, como en un monocorde laberinto de espejos, desgañitándonos por conseguir ese financiamiento que nos permitirá una obra más grande y más espectacular todavía, evitando responder la pregunta de para qué seguimos trayendo objetos a un mundo que en verdad no nos los está pidiendo, pero que lo disimula bastante bien al ayudarnos a  esquivar la respuesta a través de una agenda de exposiciones y eventos, eso que llamamos carrera.

Veamos el caso de Calixto Mamaní. En algún momento comprende que ha acumulado mucha obra. Comprende que debe hacer algo con eso. La respuesta es entonces diseñar y construir una casa para dar albergue a tanta cosecha. No empieza siendo un castillo, ni queriendo serlo, sino que empieza por un salón para poder colgar las pinturas y tenerlas a la vista, así poder “ir corrigiéndolas” con el tiempo. La construye él mismo. Ladrillo tras ladrillo. De a poco el salón anexa espacios hasta convertirse en su castillo de dos plantas. La respuesta por el destino de la obra parece llegar fácil, acorde. Allí donde la cosa ha nacido, en ese paisaje que las engendró, allí va a quedarse para ser vista. ¿Por quién? ¿Por turistas? ¿Por vecinos? La pregunta del para quién no necesita ser formulada porque el propio contexto la ha respondido mucho antes de que las obras existieran. En Calixto Mamaní obra, vida y contexto son una sola cosa. Y si siempre es así, si no hay obra que no hable del –y con– el contexto que la engendró, en este caso el contexto no se presenta como algo ajeno, escindido, algo con lo que “hay que lidiar”, sino como un todo estimulante y fundante. El comitente no es un galerista, un curador, una institución, un coleccionista, un entramado de agentes culturales, ni tampoco aquella necesidad a rajatabla de expresarse, de crear un “perfil” con el cual ser reconocido y valorado. El comitente es el hábitat. Y entonces la pregunta pertinente es ¿Cómo es ese hábitat? ¿De qué está hecho? ¿Cuáles son sus códigos, sus pobladores? Los espectadores de la obra de Mamaní son las gentes del pueblo y de los valles. Un pueblo que lo ha reconocido como su portavoz y para el cual las puertas de su castillo estaban siempre abiertas. “Si él no estaba en su casa es porque había salido a caminar para pintar, tomar apuntes o buscar materiales, sino generalmente estaba allí, recibiendo visitas de la gente del pueblo y de turistas”, recuerda Josefina.

Siete años después de la muerte de Calixto Mamaní se produce un tráfico entre escenarios, acontece el pequeño milagro: Josefina Carón logra publicar el libro fruto de su investigación. “Me pareció una situación privilegiada contar con tanta información, con tanto material, para acercarlo a otras personas, para que se pueda estudiar mejor su obra, para que los historiadores, críticos, artistas, cuenten con ese material y propongan otros estudios, otras formas de pensar su trabajo, su trayectoria. También me parece que puede ser puntapié para estudiar con mayor profundidad otros artistas que como Calixto trabajan en lugares pequeños, tal vez alejados”, se entusiasma Josefina.

Así nos enteramos desde el centro que la periferia construye sus propios centros, sus ombligos cósmicos. No el clubhouse, no la burbuja dentro de la burbuja. Y tal vez envidiemos profundamente la posibilidad de una isla, no la solitaria isla del náufrago, sino la isla hiperpoblada y fantásica de Calixto Mamaní. Autosuficiente y bellamente indiferente, universal y concentrada como un aleph. Por supuesto, es un anhelo romántico, pero qué tentador.

Naturaleza parlante

Dijimos al principio que la obra de Mamaní gozaba de una inquietud morfológica. Como si el paisaje que lo rodeaba –y al cual intentaba rodear– contuviera una cantidad apabullante de estímulos que lo empujaran al diálogo permanente. Ahora bien, este diálogo siempre se da a través de la actividad manual, siempre se da en relación a un material que propone y una mano que ausculta caminos posibles. No es aquí la inquietud morfológica picassiana, voluntad de macho alfa de exprimir y desmantelar volúmenes, morir y renacer como un deporte, la victoria sobre la forma y la destrucción gesticulante. No. Si Mamaní cambia, si sus obras se contorsionan un poco,  es porque el ritmo del paisaje es así. Es porque existe el páramo y los rincones. Y mientras los rincones empujan a los vericuetos, a la observación minuciosa de un detalle, el páramo propone el horizonte y su vastedad. Al páramo hay que caminarlo hasta el cansancio. El cambio de materiales, la distorsión en la imagen, responde a un estar plácidamente entre las cosas más próximas y las más lejanas al mismo tiempo. Aquí no hay combate, sino resiliencia. Y el entorno se vuelve una cantera sugestiva. Así aparecen los personajes en los pedazos de raíces y maderas encontradas. “Narigón enojado”, “Cara con cuernos”, “Rostro con pipa”, “La viejita”, “Buda”, “Huayra Puca”, “Pájaro con cuerpo”…son muchísimos y variopintos. La sugestión no es reiterativa ni automática. Cada hallazgo fuerza al artista a ensimismarse con la particularidad de esa forma al punto que el personaje aparece como algo revelado y no como un doblegar la materia para que hable. Si uno ve todas esas tallas juntas es para volverse loco de solo pensar que todos esos seres estaban encerrados en un pedazo de tronco que nos pareció mudo al pasar junto. Calixto Mamaní actúa como un brujo que conoce los conjuros para convocar espíritus, de los buenos y de los otros. A veces las raíces encontradas no necesitan que el artista le agregue ni saque nada, entonces Calixto se limita a señalar la cosa montándola sobre una base, dándole categoría de escultura.

Mamaní también se ocupó de las costumbres regionales y los personajes del pueblo. Gauchos, copleras, bodegas y cosechas, elegidoras de uva, juntadores de leña. Ceremonias religiosas como la señalada, el carnaval y misachico. Son cuadros descriptivos, de composición a veces panorámica que incluyen varios personajes cumpliendo sus funciones sociales. Si en las actividades narradas bajo la luz del día los colores son diáfanos y las formas someras, en las pinturas nocturnas aparece una consistencia viscosa y pesada, el alilado se transforma en violeta turbio y el follaje en araña gótica, mientras buitres y perros salvajes descarnan el cadáver de un animal bajo un cielo apocalíptico.

Calixto Mamaní murió a los 73 años, en su casa de Cafayate, el 27 de agosto de 2010. Dejó una obra inmensa, hipersensible. Hecha de ternura, misterio y erotismo. Pícara y añorante como un huayno. Calixto Mamaní fue un artista-médium, omnívoro. Absorbió todo lo que cayó en sus manos, desde los fascículos con reproducciones de la historia del arte europeo hasta la corteza agujereada del cardón. Bien podría haber dicho junto a Leonora Carrington: “¿El mundo que pinto? No sé si  lo invento, yo creo que más bien es ese mundo el que me inventó a mí”.

* Escrito por Por Verónica Gómez, para el suplemento Radar del 30 de julio de 2017