“Buen tiempo para votar”, pensaron los fiscales el domingo de las PASO cuando ni una nube manchaba el cielo celeste. Las largas colas de votantes confirmaron la impresión aunque de los 405.586 capitalinos habilitados para sufragar, 147.690 (37%) prefirieron no votar o hacerlo en blanco. (Daniel Avalos)

Antes de constatar el hecho aclaremos que esos números corresponden al padrón de la Capital sin contar a los electores que residen en San Lorenzo. Hecha la aclaración, precisemos que entre esos 147.690 capitalinos se incluye a los que directamente no fueron a sufragar (124.338) y a los que yendo prefirieron votar en blanco: 23.352 en la categoría senador que representaron el 8,30% del padrón, aunque si observáramos los votos en blanco de diputados notaríamos que el porcentaje se estiró al 9,46% y la cifra llegó al 10,23% en concejales.

Pero evitemos caer en complicaciones y quedémonos con esos 147.690 capitalinos que según el escrutinio definitivo prefirieron no iluminar con sus votos a candidato alguno porque, en el fondo, se sienten víctimas de una especie de corte de energía cívica. Las conciencias políticamente correctas, por supuesto, no piensan así. Para ellas ese 37% de abstencionistas son la suma de aquellos que nunca ven utilidad al sufragio, más aquellos otros que aprovechando el buen tiempo de aquel domingo decidieron compartirlo con sus familias en las plazas, más aquellos otros que sin otro motivo que la invencible pereza simplemente se quedaron en sus casas.

Claro que entre la masa de no votantes algunos responderán a esas características, pero es mucho más cierto que esa masa se explica por lo que ya sabemos bien: el claro divorcio entre la política y una parte importante de la sociedad que ve en la primera o a corruptos que horadan la credibilidad de la democracia, o a un estrecho grupo de notables que ocupan o llegan a una candidatura por orden de algún pariente o amigo que ya ocupa un cargo importante, o a opositores que siendo corajudos para denunciar de todo -y a todos- se muestran finalmente inútiles para modificar el curso de los acontecimientos.

Si asemejáramos entonces a la clase política con usinas generadoras de energía cívica, deberíamos concluir que la abstención de la que hablamos obedece a que la energía que irradia tal usina es anémica y por ello mismo incapaz de henchir de entusiasmo y movilizar a esos salteños que necesitarían cinco estadios Martearena para posar sentados un domingo cualquiera.

Admitamos, no obstante, que esa clase política intentó movilizar aunque el resultado obtenido estuvo lejos de ser exitoso. Para confirmarlo sigamos recurriendo a la metáfora de la usina eléctrica que tratando de robustecerse se autoanexó un cableado caótico representado por un centenar de listas y candidatos que saturaron una maquinaria electoral que, finalmente, colapsó como colapsa cualquier sistema eléctrico en donde las conexiones (alianzas políticas) son desprolijas, se realizan con cables poco resistentes (docenas de sellos electorales fundados sólo para esta elección) y hasta con cables pelados que al rozarse unos con otros producen un cortocircuito fenomenal como bien se vio entre candidatos que siendo parte de un frente, aseguraban que no iban a votar al compañero del mismo frente electoral. La consecuencia lógica de ello es un cortocircuito que produjo un apagón en miles de conciencias ciudadanas que sintieron que era imposible distinguir qué había aquí, qué había un poco más allá y qué mucho más allá.

El 37% de los capitalinos, en definitiva, que no votaron bien pueden asemejarse a las víctimas directas del apagón cívico que asola a sociedades como la nuestra. Los acostumbrados a tales apagones se quedaron en sus casas como lo hacen las familias que esperando que la energía eléctrica retorne al hogar mantienen la vista fija en no importa qué, pero lo hacen con paciencia oriental hasta que pasen las horas y la claridad del nuevo día les indique que ya es hora de ir al trabajo por las calles poceadas de siempre, pensando sí podrán comprar los materiales para realizar el contrapiso de la casa, si se resolverán los problemas propios del trabajo y hasta sumando y restando mentalmente para calcular si llegan o no a fin de mes.

Insistamos, fueron 124.338 los capitalinos que hicieron esto. Y a ellos se le sumaron luego 23.352 que caminaron a oscuras hasta la mesa electoral pero sólo para llegar y votar en blanco. Se trató de una suma extraordinariamente alta en relación al 2,3% de los que votaron así en la categoría diputado nacional. Diferencia que sólo puede explicarse porque mientras la cantidad de candidatos que buscaban llegar al congreso nacional eran medianamente razonable y fácilmente identificables en la boleta de papel, los que buscaban una banca en la provincia eran miles distribuidos en docenas de partidos difícilmente localizables en las pantallas electrónicas de votación. Una maraña de oferta que terminó hartando a estos electores que lejos de angustiarse por haber pulsado el voto en blanco seguramente se fueron del lugar convencidos de que la conducta no los privaba de nada importante porque, en el fondo, sienten que muchos de los cientos de candidatos por los que había que optar sabían menos que los votantes mismos sobre cuáles son los problemas que aquejan a la sociedad en su conjunto y a su barrio en particular.

Afortunadamente, el corte de energía cívica en las generales de octubre será menor. No porque las usinas que generan entusiasmo ciudadano recuperaran el voltaje de otros tiempos; sino más bien porque el corto circuito que se produjo hace un par de semanas eliminó mucho cableado que complicaba de más lo que en principio debería ser fácil. Lo curioso del caso es que faltando al acto eleccionario, ese ciudadano indignado termina favoreciendo a los candidatos que siendo dueños de poderosos aparatos políticos a los que podemos asemejar con generadores de electricidad autónomos, sí pudieron movilizar al séquito propio cuyo porcentaje se acrecienta cuando menor es el nivel de participación general.  Así de trágicos suelen ser también los abstencionismos.