Como extraña tanto Castañares e intentar caminar por la Caseros cuando llueve, nuestro corresponsal se dedica a buscar la salteñidad en Buenos Aires. En esta primera aventura, penetra los recovecos de la Galería Güemes, uno de los edificios más elegantes del país. (Federico Anzardi)

Estar lejos de Salta provoca alivio inmediatamente. Uno dice “por fin” y empieza otras vidas lejos, donde no existan sujetos que lo hayan cruzado en el pasillo del viejo Zumba a las cinco y cuarto de la mañana en un estado deplorable. Inmediatamente se activa la necesidad de hacer todo lo que no se podía realizar por las callecitas de nuestra ciudad. Ahí es cuando uno recorre barrios, conoce gente, establece relaciones esporádicas, saluda con buen ánimo a los vecinos porque todavía no está al tanto de sus miserias, y piensa que el futuro es tan brillante que habrá que usar anteojos oscuros de manera permanente.

Pero Salta es tramposa. No hay necesidad de caer en cliché folclórico nostálgico para empezar a decir que nuestra ciudad es única y cuando no estamos en ella sentimos su ausencia. De alguna manera, como si fuera una persona muy querida e insoportable que cada tanto hace buenos asados y tiene para ver el codificado, Salta empieza a ser añorada. Uno se pregunta cómo puede ser, si hasta el mes pasado no quería saber nada con las calles inundadas, la lluvia constante del verano, los medios que publican noticias peor escritas que pizarrón de almacenero que dice “GASIOSA”, ni con las misas transmitidas por altoparlantes callejeros a cualquier hora del día, especialmente durante la siesta.

Dicen que uno está allí donde están sus pensamientos y este cronista no puede evitar pensar en Salta, la linda. Por eso, emprenderá una búsqueda incansable de salteñidad en la Ciudad de Buenos Aires y cualquier otra localidad del mundo en donde se encuentre los viernes y se vea obligado a escribir siete mil caracteres para cumplir con este semanario. Buscar en otro las cualidades de los que ya pasaron puede ser perjudicial, pero a veces es necesario encontrar conexiones internas, caprichosas, que provoquen una identificación pasajera. Saber que por alguna parrilla, una plaza o un edificio, hay gente que está al tanto de lo que es esperar el 6A a las cuatro de la madrugada.

Este cronista estaba tomando una cerveza cuando googleó en su teléfono las palabras claves “salta en buenos aires” y se topó con una historia que desconocía. Nuestra ciudad está presente en la historia profunda de esta gran urbe. Incluso es protagonista de algunas de las páginas más elegantes del país. La Galería Güemes, un majestuoso edificio de principios del siglo pasado, lo comprueba. ¡Se trata de un símbolo de la capital de la Nación que fue ideado por salteños! Hacia allí me dirigí.

Cuando uno camina por el centro porteño no puede evitar tararear el estribillo de “En la ciudad de la furia”, aquella vieja canción pop de Soda Stereo que habla de hombres alados que deambulan por una Buenos Aires susceptible y oscura. La tapa del disco que contiene el tema muestra a los tres músicos posando frente a uno de los edificios de la zona cercana a Plaza de Mayo y el video de la canción arroja plano tras plano de este microcentro en el que no se puede caminar sin distracciones porque sencillamente la gente acá no para ni un segundo y en cuanto te descuidás una horda de oficinistas de chupín y camisa apretada te lleva puesto y te arrastra como si fueras una de las bolsas de plástico en las que trasladan las bandejas con el almuerzo y las botellas de Coca-Cola Light.

La Galería Güemes tiene entradas por distintas calles del centro porteño. Una está en la Peatonal Florida, a la vuelta de la Catedral de Buenos Aires, que está frente a la Plaza de Mayo, que está frente al Cabildo, que está cerca del Ministerio de Economía, que está casi pegado a la Casa Rosada, que… en fin: la Galería Güemes está en el corazón del poder y eso no es ninguna casualidad. La historia oficial dice que en 1913 los salteños Emilio San Miguel y David Ovejero encomendaron al joven arquitecto italiano Francisco Gianotti la construcción del edificio más importante de su época. “Al principio se pensó en levantar el palacio tan sólo sobre la calle Florida, pero luego se sumó al proyecto el Banco Supervielle, propietario del lote que miraba a (la calle) San Martín. Se optó entonces por un edificio-pasaje que conectara ambas calles mediante una galería de 116 metros”, asegura el folleto para turistas, curiosos y salteños alejados que buscan conexión con su tierra a como dé lugar.

La construcción comenzó ese mismo año pero fue dificultosa: San Miguel y Ovejero quedaron en bancarrota por el costo de la obra. Para colmo, un submarino alemán (!) hundió el barco que traía los mármoles italianos para la fachada y otros costosos elementos para su terminación. Fue inaugurada el 15 de diciembre de 1915. El majestuoso edificio “representa una de las obras cumbres del Art Nouveau argentino” y fue considerado “uno de los primeros rascacielos construidos en Buenos Aires, con sus 14 pisos y 87 metros de altura”.

El nombre del edificio, por supuesto, rinde homenaje al héroe gaucho, Martín Miguel de Güemes y quizás inauguró esa tradición de nombrar a todo lo salteño con escasas variantes. Al menos no se llamó “Del Milagro”. Es un alivio. En la inauguración estuvieron presentes los descendientes del prócer, además del presidente de la Nación, otro salteño ilustre: Victorino de la Plaza.

Por esos años, en la Galería convivían un teatro (donde cantó Gardel), un cabaret, un restaurante, un paseo de compras, locales gastronómicos, oficinas y el mirador, que aún persiste. Para acceder a él hay que abonar cincuenta pesos por persona. Desde allí, a catorce pisos de altura, se puede ver Buenos Aires de otra manera. También el Río de la Plata y hasta la costa uruguaya si el clima ayuda.

Las cúpulas, los detalles de bronce y las columnas de mármol le dieron una personalidad única a la Galería. Es un lugar donde la Argentina Potencia del centenario de Mayo se cruza con la película Metrópolis, de Fritz Lang. Julio Cortázar estuvo por aquí. Conocía bien los recovecos y los plasmó en el cuento “El otro cielo”, publicado en el libro Todos los fuegos, el fuego, de 1966.

Escribió Cortázar: “Hacia el año veintiocho, el Pasaje Güemes era la caverna del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisión del pecado y las pastillas de menta, donde se voceaban las ediciones vespertinas con crímenes a toda página y ardían las luces de la sala del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas”.

Hoy, el pasaje que recordaba Cortázar sólo queda en el recuerdo y en los detalles arquitectónicos. No está en el Starbucks. Tampoco en los bares sin WiFi ni en la chica que vende paquetes turísticos en una de las entradas ni mucho menos en el empleado malhumorado de la sección informes. Quizás está en la cigarrería, en los sillones del lustrabotas, en aspectos que quedaron atrás en la vida cotidiana y aquí resisten como una muestra de tradición que a veces parece innecesaria.

Y siguió Cortázar: “Todavía hoy me cuesta cruzar el Pasaje Güemes sin enternecerme irónicamente con el recuerdo de la adolescencia al borde de la caída; la antigua fascinación perdura siempre, y por eso me gustaba echar a andar sin rumbo fijo, sabiendo que en cualquier momento entraría en la zona de las galerías cubiertas, donde cualquier sórdida botica polvorienta me atraía más que los escaparates tendidos a la insolencia de las calles abiertas”.

Hoy la Galería Güemes no representa a los salteños que la motivaron. No hay rastros de Salta en este lugar. La búsqueda deberá seguir. Es solamente un lugar por el que ya no vamos a volver a pasar. Pero antes, un poco más de Cortázar, que siempre viene bien:

“Cuánto de ese barrio ha sido mío desde siempre, desde mucho antes de sospecharlo ya era mío cuando apostado en un rincón del Pasaje Güemes, contando mis pocas monedas de estudiante, debatía el problema de gastarlas en un bar automático o comprar una novela y un surtido de caramelos ácidos en su bolsa de papel transparente, con un cigarrillo que me nublaba los ojos y en el fondo del bolsillo, donde los dedos lo rozaban a veces, el sobrecito del preservativo comprado con falsa desenvoltura en una farmacia atendida solamente por hombres, y que no tendría la menor oportunidad de utilizar con tan poco dinero y tanta infancia en la cara”.

Continuará…