Por primera vez la Organización Mundial de la Salud advirtió que el glifosato puede causar cáncer. Se calcula que el año pasado en Salta se usaron 2,5 millones de litros de ese producto para el cultivo de 500.000 hectáreas de soja. La venta del producto mueve sólo en nuestra provincia unos 10 millones de dólares. (Gonzalo Teruel)

La Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer -IARC, por sus siglas en inglés- presentó un estudio científico que revela que el glifosato causó daño al ADN y los cromosomas en las células humanas analizadas. “Hay pruebas convincentes de que el glifosato puede causar cáncer en animales de laboratorio y hay pruebas limitadas de cancerinogenidad en humanos” señala el informe que, por primera vez, reconoce la posibilidad de afectación en la salud humana por la utilización de este producto de muy extendida aplicación en la agricultura moderna.

El glifosato es cuestionado desde hace años por organizaciones ambientalistas pero nunca había tenido un reparo de organismos gubernamentales ni mucho menos de foros internacionales como la OMS. En Argentina su aplicación está avalada por organismos sanitarios, ambientales y productivos como el SENASA y el Ministerio de Agricultura y se calcula que el año pasado se utilizaron en todo el territorio nacional unos 200 millones de litros para garantizar la producción de más de 20 millones de hectáreas implantadas con soja. Salta aportó a esos números nacionales unas 500 mil hectáreas y no menos de 2,5 millones de litros.

“Salta produce unas 900 mil hectáreas de granos y más de la mitad, unas 500 mil, son de soja” estimó en valores aproximados un comercializador de agroquímicos y señaló que “se aplican unos 5 litros por hectárea”. Consultado por Cuarto Poder calculó que “a unos 4 dólares más IVA por litro, estamos hablando de unos 10 millones de dólares en la provincia y no menos de 800 millones en todo el país”. En efecto, el mercado de agroquímicos movió el año pasado unos 2.500 millones de dólares norteamericanos de los cuales cerca de la mitad, unos 800 o 900 millones, corresponden al glifosato.

Según reportes académicos, el glifosato es un herbicida “no selectivo de amplio espectro desarrollado para eliminación de hierbas y de arbustos” que elimina todas las plantas menos las que fueron modificadas genéticamente como por ejemplo la soja o el maíz. “Es comercializado hace más de 20 años por la multinacional Monsanto bajo la marca Roundup y su uso se incrementó significativamente a raíz del desarrollo de variedades de cultivos transgénicos de soja, maíz y algodón” detalló en un anodino comunicado Greenpeace y añadió que “en Argentina también está permitido su uso en yerba mate, vid, trigo, girasol, hortalizas, pasturas, cítricos y frutales de pepita -como- manzana, pera, membrillo”.

Hasta el momento, los principales cuestionamientos habían estado apuntados al modo de utilización y a las zonas dónde su aplicación no genera impacto pero ahora el planteo es mucho más enfático y se centra en la esencia misma del producto agroquímico.

¿Carrasco tenía razón?

El principal opositor a la utilización del glifosato en el país fue el fallecido Andrés Carrasco, un oscuro personaje que pese a ser médico e investigador del Conicet reportaba al Ministerio de Defensa de la Nación desde la Subsecretaría de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico. A partir de polémicos estudios, Carrasco denunció que el glifosato es “devastador en embriones” porque “aun en dosis muy por debajo de las usadas en agricultura, ocasiona diversas y numerosas deformaciones”. La respuesta por parte de la industria fue simple y certera: esos ensayos de laboratorio nunca fueron extrapolados a la experiencia humana y por ello no pueden fundamentar la prohibición del producto químico. “En el empleo de fitosanitarios nunca usamos el término inocuo al referirnos a estas sustancias, ya que ninguna lo es. De hecho, ni el agua ni la sal de mesa común son inocuas, todo dependerá de la dosis y de su correcta utilización”, respondían entonces desde Casafe, la Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes.

Esta entidad de la industria agroquímica fundamentaba su defensa del glifosato en criterios territoriales y normativos: se utiliza hace 35 años en 140 países del mundo como, por ejemplo, Estados Unidos, Alemania, Francia, Inglaterra, Rusia, Brasil, Japón, Australia, India, China, entre otros y de acuerdo a la Resolución 350/99 del SENASA, el principio activo glifosato en su uso normal está dentro del grupo de productos de improbable riesgo agudo: Clase Toxicológica IV. “El glifosato está clasificado en la categoría de Menor Riesgo Toxicológico, es decir, banda verde en las etiquetas de los envases, constituyéndose en un producto amigable para el hombre y el medio ambiente”, enfatizaba Casafe.

En la misma línea de defensa del agroquímico, ahora Monsanto explicó que no hay nuevos elementos que sustenten la decisión de la IARC y recordó que también como “probablemente cancerígenos” figuran otros productos como el mate caliente, el café, los teléfonos celulares, el aloe vera, y hasta los pickles. Por el contrario, mediante un comunicado la Red Nacional de Acción Ecologista consideró que “con el glifosato pasa lo mismo que con el DDT o el cigarrillo: las empresas productoras argumentan que no está demostrado que causan daño y los funcionarios de los gobiernos niegan las evidencias e interfieren en las investigaciones”.

Esta última aseveración es correcta. Ante la falta de evidencias, en el país la utilización del glifosato está permitida y avalada por la normativa sanitaria y ambiental. Es más, en enero de 2009 la propia presidenta Cristina Fernández creó por decreto una “Comisión Nacional de Investigación” que no emitió ningún dictamen conocido y una moderna ley nacional de agroquímicos espera desde hace un par de años para ser debatida por el Congreso.

De manera espasmódica algunos concejos deliberantes y pocas legislaturas establecieron en los últimos años, y sólo para su jurisdicción, protocolos de aplicación del glifosato y otras formulaciones agroquímicas. Estas disposiciones -y algunas pocas surgidas en sede judicial y para casos particulares- establecen las zonas dónde puede aplicarse y de qué manera debe hacerse. En ningún caso hay una prohibición sobre el producto.

¿Qué hacemos sin glifosato?

Con críticas de ambientalistas y elogios de productores, la soja modificada genéticamente y el glifosato sumados a la práctica de la siembra directa posibilitaron lo que se conoce como “boom de la soja” y la reinserción de la Argentina en el mercado internacional como principal productor y exportador del producto alimenticio más demandado del mundo.

Desde fines de la década del 80, las hectáreas sembradas y las toneladas cosechadas de soja no dejaron de crecer en el país y actualmente se ubican en más de 20 millones y casi 60 millones, respectivamente. Para bien o para mal, buena parte de la economía nacional está sustentada por esta producción que tributa un 35% sólo en concepto de derechos de exportación y genera las divisas que el país utiliza para sostener su moneda y pagar sus importaciones.

Ahora, estas últimas objeciones científicas al glifosato invitan a pensar en una modificación del actual esquema productivo. “Básicamente, el problema es que todo el  paquete tecnológico está armado en función del glifosato y para reemplazarlo deberían combinarse varios productos que elevarían mucho los costos de producción” explicó un agrónomo y advirtió, además, que “esto no garantiza que no vayan a existir los mismos problemas ambientales y sanitarios”.

Otro profesional de las ciencias agrarias agregó que “toda o casi toda la tecnología se enfocó en obtener variedades resistentes al glifosato por lo que se necesitaría el desarrollo de nuevos químicos y nuevas variedades pero eso requeriría una inversión multimillonaria”. Ambos técnicos coincidieron en que, para el hipotético caso de que deba abandonarse el glifosato, habría que establecer un plan a mediano plazo que permita generar una tecnología de reemplazo que sea más segura y que permita mantener el nivel de producción, con un costo razonable.

De cualquier manera, plantearon que la discusión sobre el glifosato o cualquier otro producto fitosanitario debiera estar dada por la forma de aplicación, las áreas de exclusión, y los elementos de protección para el personal que tiene contacto directo porque “todos los agroquímicos, en mayor o menor medida, conllevan un riesgo a la salud que puede ser minimizado con un uso responsable”.

Muy por el contrario, desde Greenpeace exigen el absoluto cambio en las prácticas agronómicas. “Es hora de abandonar por completo la agricultura industrial de insumos químicos y apoyar la agroecología. Para asegurar alimentos saludables y de acceso popular es necesario promover la biodiversidad, proteger el suelo, el agua, el clima y a las personas”, aseguró Franco Segesso, coordinador de Agricultura y Alimentos de la organización ambientalista.

Al cierre de esta edición, sin embargo, ningún despacho nacional o provincial opinó sobre las requisitorias de Greenpeace ni se expidió sobre el reporte de la OMS lo que demuestra el desconcierto que genera este novedoso cuestionamiento al glifosato y a la forma en la que se desarrolla la moderna agricultura en el país y la provincia. Tampoco lo hicieron las grandes entidades gremiales del agro argentino ni las entidades técnicas que agrupan a las compañías semilleras y productoras de granos.