Se acaba de editar “El oficio del árbol”, la obra periodística completa de Manuel J. Castilla (Cerrillos, 1928- Salta, 1980).  Ya lo conocíamos como poeta, también como letrista (por sus colaboraciones con El Cuchi Leguizamón), ahora nos llegan los artículos  publicados en el viejo Intransigente entre 1940-1960. (Daniel Medina)

Hay más Castillas de los que creíamos. De alguna manera el poeta y el letrista se complementaban, pero los artículos periodísticos recopilados por Alejandro Morandini nos permiten conocer otras facetas impensadas del Gozante; también los matices que fue adoptando en relación con una sociedad que empezaba a transformarse de manera brusca frente a sus ojos.

Los  primeros textos nos envuelven por su carga poética: muchos de los artículos podrían cortarse en versos y resistirían, a la perfección, una lectura como poemas. Noten lo que Castilla podía hacer con las palabras: “Arriba, el cielo gris con nubes ahumadas parecía un mantel manchado con grasa” Después: “Las nubes abufandaban las crestas”. Camina por una calle y de repente observa: “El gato noctámbulo sobre la tapia parece un nadador que no se decide a tirarse al río de la calle.”

Como esta edición se hizo esperar casi tres años, después de un minucioso trabajo de recopilación y transcripción, se fueron tejiendo muchas especulaciones sobre cómo sería este Castilla urbano: al hombre que había hecho de la naturaleza su principal musa, no le había quedado otra que ganarse la vida escribiendo sobre la ciudad.

Y la verdad es que el Castilla de los primeros años parece quejoso sobre la urbe. Algunas de sus columnas tienen como eje principal el huir hacia los márgenes, pues en la ciudad que contempla ya se perciben otros ritmos, sonidos y costumbres. Salta Capital, en 1945, tenía 65 mil habitantes; pero el poeta ya nota que hay algo que empieza a agrietarse.

Algunos esperaban encontrarse con un Castilla “arltiano”. Todo lo contrario. Al autor de El Juguete Rabioso, que escribió sus aguafuertes en una provincia con más de un millón de habitantes, le interesaba captar el movimiento. Los textos de Arlt son eso: intentos de plasmar el vértigo de la ciudad.

El salteño, al menos en sus primeros años, escribe para detener el tiempo: toma un objeto “callejero” y lo describe como en un primerísimo primer plano detenido y a partir de allí sueña. Sus columnas publicadas bajo el título “El otro mundo de la ciudad” son instantáneas poéticas, que miran de otra manera lo que nadie ve: “La ciudad tiene un mundo extraño arriba del horizonte de los ojos de los transeúntes. Mundo para distraídos, mundos de retomo olvido”. Así describe un sombrero en una local, un farol, una escultura de “La Justicia”. Los fogonazos poéticos asimismo muestran que a Castilla también le obsesiona descubrir la naturaleza inscripta en lo urbano.

Escribe de todos modos algunos artículos fantásticos sobre la ciudad, pero no sobre Salta en esos años, sino sobre otros lugares. Pasa por Yacuiba y escribe: “La plaza de Yacuiba no es una plaza, sino un huerto, al que sólo le faltan unas higueras…. Las calles de Yacuiba no quieren ser calles. A algunas les pusieron aceras de ladrillo, pero el tiempo  las va gastando, achatando”. Y sobre Yavi: “tiene la  humildad del pan y la cordialidad del agua de las tinajas…En Yavi se vive fuera del tiempo.”

El editorialista

En 1947 el diario difunde una noticia sobre un acontecimiento totalmente silenciado por medios oficialistas en el país: una masacre de indios en Formosa, que se conoció como la matanza de los Pilagá, las Lomitas. Castilla lee el artículo publicado en El Intransigente, realizado por un corresponsal en Formosa, y al día siguiente escribe una nota de opinión: “Las primeras noticias, siempre han sido iguales. ‘Alzamiento de indios, masacre de blancos, pánico en los pacíficos pobladores’. Pero luego llegan las otras, las verdaderas. Las dolorosas. Aquellas que muestran a los indios -o mejor dicho a los blancos- ensañándose con los aborígenes. Luego, el tiempo se encarga de taparlo todo. De echar tierra a los balazos, a los machetazos y a los incendios”.

Se percibe, claramente, un cambio en el tono de la escritura, que aún así no deja de llevar una densidad poética.

El 18 de abril de 1949 hubo una movilización contra el gobierno. La represión dejó 2 muertos y más de 40 heridos en Salta. Y el 19 de Abril el diario radical publicó esta crónica de Manuel J.: “Salieron a la calle como un río oscuro, barroso, pleno de fervor. No tuvieron tiempo de mirar árboles ni gentes, como que a lo lejos y dentro de ellos mismos estaba el claro horizonte que buscaban. La calle se alzaba en gritos, en sus gritos sanos y violentos. Iban con esa mitad del corazón que es la mujer. Todos bajo un estandarte que se ahuecaba en el viento. Después vinieron balas y más balas. Ellos se miraron las manos y se las vieron vacías. Entonces las llenaron con ladrillos y botellas y naranjas y palos. Pero fue inútil. Las balas ahogaron gritos cuando ‘la sangre corría simplemente como sangre de niños…”.

El de los datos

Los poetas que trabajan para los medios de comunicación tratan de soslayar los datos duros. No se ven muchos números por sus notas. Quizá algunas contratapas de Juan Gelman en Página/12 fueron una excepción. También la magistral crónica de José Martí sobre la construcción del puente de Brooklyn.

En una situación excepcional Castilla apela a este tipo de registro: cuando lo envían a cubrir unos trabajos de YPF sobre un barco transportador de petróleo. Castilla se enfrenta en ese momento al interrogante de todo cronista: qué puede ser lo interesante de todo esto que está pasando. Y allí están las cifras, cobrando más relieve que el dios Neptuno. También allí Castilla sede más la palabra: hay algunas citas directas, testimonios recolectados, etc.

Pero en ningún momento Castilla deja de retratar la realidad a través de un tamiz poético.

El arltiano

Llegando al año 60, Salta tiene117.400 habitantes, y Castilla publica una serie de notas que muestran otra percepción de lo que está pasando. Deja de lado los objetos que tanto le habían obsesionado en sus primeros años y se fija más en la gente. Se fija, sobre todo, en los marginales con los que se encuentra en sus andanzas de bohemia: cirujas, vagos, el vendedor de tierra (que también inspiró un poema enorme de Jacobo Regen).

Sobre “El vago”, por ejemplo, escribe: “Tal vez la vida le golpeó demasiado pronto, o demasiado de golpe. Sin darle lugar a que se abroquelara a tiempo… Es  simple espectador, indiferente, de su propio drama, un poco trágico”.

En estas notas la ciudad sí cobra otro relieve. En “Mercado al amanecer”, por ejemplo, muestra ese momento de cruce entre los que todavía no se acuestan y los que recién se levantan a trabajar. Ve, en muchas de esas labores, la salteñidad: “Hemos andado por ese amanecer brumoso del mercado. Viendo todo lo salteño que, en esencia, encierran muchas de esas faenas sencillas y añosas. Lo salteño que está en el modo de cortar la carne, de aserrar las vértebras, de hacer aloja, de cocinar maíz.”

Si al primer Castilla le importaba los objetos que remitieran al pasado, el nuevo encuentra fuerza en los detalles de lo nuevo. En “El vaso de vino” escribe: “Lejos, cerca del matadero, sobre el atardecer entramos a un sencillo almacén. Su dueño, junto a las clásicas latas de picadillo vendía también plantas de lechuga y rojizas cabezas de cebollas. De las paredes colgaba desteñido un retrato del general Eisenhower y el de Boca Juniors”.

Al Castilla de los años 40 no le hubiera interesado ese poster de Boca. Hay -se nota- una nueva sensibilidad.

Últimos versos

Los poetas siempre han tenido una relación tensa con los diarios. “Qué mayor tormento quiere usted que sentirse capaz de lo grandioso, y vivir obligado a lo pueril”, escribió el vate José Martí, uno de los inventores de la crónica moderna, como corresponsal del diario La Nación.  “El escritor diario no puede pretender ser sublime…. Esa perpetua altitud queda para los que son dueños de sí mismos, y pueden esperar la hora de la inspiración”, añadió.  Esta queja, por el uso del tiempo también está en el primer Manuel J. Castilla; aunque de alguna manera después se apaga o consigue cierto equilibrio.

Todo parece indicar que -al igual que Martí- tampoco Castilla tenía en gran consideración por  su obra periodística. Ambos, para suerte de los lectores, estaban equivocados.

Las 500 páginas de El oficio del árbol tienen un gran valor periodístico, histórico y social. Pero sobre todo hay palabras llenas de luz que no han perdido ni un ápice de potencia.