El fantasma de una política reducida al linaje… sufrió un revés en las últimas elecciones de la ciudad. Y es que es difícil no vincular la mala elección de ciertos candidatos con el rechazo que generó en sectores importantes de una población que concluyó que la fuerza de los apellidos determinan candidaturas. (Daniel Avalos)
De allí que no pocos encontraran en ese rechazo al linaje, una puntita de reconciliación con los números globales de esas elecciones en donde las figuras más votadas están atadas a las lógicas del mercado en lo económico, y ligadas a las fuerzas de la tradición y la omnipresencia de la religión en lo cultural: Romero, Durand Cornejo, Olmedo o Rodolfo Urtubey. Resultados globales, entonces, bastantes ásperos para un sector que ve en la preeminencia del mercado, la tradición o en el mismo dios la prueba de una ciudad paralizada en lo que a opciones políticas se refiere, pero que, insistamos, celebraron el evidente límite que esos mismos números otorgaron a lo que parecía ser una consolidación de la prosapia política.
Estas líneas también celebran ese punto. No porque crean que esa posibilidad ha desaparecido, sino porque al menos se ha evidenciado un rechazo evidente a una situación abiertamente extemporánea. Una más propia de aquella Salta colonial de hace siglos, en donde la política y otras cosas eran propiedad de una selecta casta que creía que su derecho a monopolizar lo público provenía de su lugar de nacimiento. Admitamos rápido que la comparación mecánica entre aquellos tiempos y los de ahora es improcedente. Pero también señalemos con énfasis que hay aquí, en pleno siglo XXI, un evidente y explícito intento de que el Poder alcanzado por algunos luego de años de protagonismo político, se transfiriera a la parentela propia. Por eso alguien puede decir que hay allí una conducta que, consciente o no, es abiertamente reaccionaria. No tanto porque el Poder establecido busque mantenerse y desarrollarse como tal y en beneficio de los mismos, sino porque, para hacerlo, en vez de reinventarse como el Poder presume de hacerlo, buscan una forma que desanda la historia, para repetir fórmulas que creíamos superadas por siglos de conquistas políticas y sociales. Larga historia que, renegando de esos tiempos en donde la privatización de lo público se hacía en nombre de Dios, no podía dejar de renegar ahora de quienes buscan algo parecido pero en nombre del poder adquirido por nuevos y notables apellidos que, así, pretenden abortar en los hechos la posibilidad de la movilidad social y la democratización del acceso a la representación. Ese peligro enrareció tanto la atmósfera, que no faltaron quienes en las mesas de café, resignadamente, bromearan sobre lo que ya aparecía como casi inevitable: el de ser parte de una provincia retrotraída al periodo anterior a la Revolución de Mayo de 1810, cuando los selectos grupos sociales declaraban que, en nombre de la sangre, a ellos correspondía otorgarle una direccionalidad determinada al curso de las cosas.
Después de las elecciones del 11 de agosto, ningún político importante ha vuelto a insinuar tal cosa. La razón de ello es que no pudieron desvincular los malos resultados con esa práctica que los convertiría en una casta. Pero que el tema haya dejado de ser la agenda de discusión social de ese sector, no supone que el peligro haya desaparecido del todo. Y que el peligro persista es indignante, porque evidencia que lo que creíamos superado en realidad no lo es tanto. Conviene que esa indignación, sin embargo, no nuble el entendimiento. No porque la amenaza de una casta política no amerite una catarata de injurias a sus promotores; sino porque la injuria que sirve siempre para calentarnos, casi nunca ha modificado por sí sola el sentido de las cosas que originaron la rabia misma. Sobre todo sabiendo que los que impulsan candidaturas de hijos y hermanos pueden carecer de número, pero no de fuerza. Un repaso de la larga lista de funcionarios que, imitando al Gobernador, buscan ocupar resortes del Estado con parentela, así lo confirma. Se ven allí nombres y apellidos poderosos. Personalidades cuyo poder puede calcularse por el grado de acceso que poseen a documentos confidenciales; que saben de acuerdos palaciegos que nunca se harán públicos y de los que la mayoría de los mortales no tenemos idea de su existencia; personas que pueden decidir el destino de una ciudad en cocteles selectos; conocedores de números telefónicos a los que los periodistas más intrépidos nunca accederán; con posibilidades reales de comerciar favores o información que enriquece de golpe a ciertos empresarios siempre dispuestos a devolver el favor. Funcionarios, incluso, que pueden darse el lujo de mostrarse como blancos querubines porque, finalmente, siempre tienen un demonio a su servicio al que podrán atribuir todo lo malo, a fin de que el primero pueda presentarse como dueño de todo lo bueno.
El hecho teórico preciso que puede extraerse de lo anterior es sólo uno: las prácticas que buscan encaminar las cosas a un festival del linaje han recibido un golpe, pero la fuerza de sus promotores nos impide a nosotros declarar que ese proyecto es irrealizable. Algunos dicen que exageramos. Argumentan que una cosa así arrojaría a sus impulsores a un desprestigio mayor al que ya poseen. Groso error. Propio de las buenas conciencias que, contentándose con tener la razón según ciertos estándares éticos, renuncian a involucrarse efectivamente en el discurrir de las cosas para evitar que lo indeseable acontezca. Optimismo ingenuo que, a pesar de las pruebas en contrario, cree, finalmente, que vivimos tiempos en donde el avance de la ciencia promoverá necesariamente la comprensión del mundo, el progreso moral, la justicia de las instituciones y hasta la felicidad de los salteños. Buenas conciencias, además, que cuando descubren que lo no deseado se ha concretado, suelen sorprenderse de forma tal que pareciera que lo indeseable se hubiera impuesto por primera vez. De allí, justamente, que la celebración del revés que ha padecido la política del linaje en las últimas elecciones no debe privar al celebrante de ese enojo vital que ha provocado que, independientemente de los posicionamientos políticos e ideológicos, un sector importante de la ciudadanía le respondiera a ese Poder con un simple, rotundo y poderoso no.