Continuamos con la transcripción de fragmentos de la tesis del escritor Juan Diaz Pas que pronto saldrá editada bajo el título “La revuelta de los aldeanos”. Para esta segunda entrega ampliamos el tópico relacionado a las escrituras plebeyas y su incidencia en el poder letrado.

“La política de la literatura en Salta no consiste en generar conciencia ni en proponer lo que el mundo podría ser en contraposición con lo que es o no puede ser, en concebir un marco normativo donde ciertas prácticas serían posibles y deseables, esperables y éticamente necesarias. No remite, por esto mismo, a una utopía, sino que produce un desarrollo de las potencias y tensiones creativas del presente. (…)

La forma en que la literatura reenvía a la sociedad radica en esta operación: no una dirección, una orden, sino una posibilidad, la posibilidad de hacer de la palabra la residencia de una sospecha. La forma en que la escritura hace sentidos (posibilita la experimentación sobre los sentidos del mundo) a partir de signos, sobre todo cuando esos signos parecen fuertemente regulados en otros ámbitos discursivos, alterando su linealidad, la referencia, su forma, bien puede denominarse la política de la literatura, en tanto esta es un acto de soberanía fundante de otra socialidad: la palabra interrumpe su continuo remitir a algo, interrumpe su “producción” de sentido. No porque no tenga una función sino porque ésta no coopera con el sistema de acumulación capitalista, por el contrario,  porque es una resta la literatura retira la palabra de la mayoría y la pone fuera de circulación, la hace oscura aun cuando se quiera sencilla, conversacional. Intercepta los mecanismos según los cuales alguien puede decirle a otro esto es A y no otra cosa.

Lo que la literatura hace, su función operativa en la sociedad, es realizar un habla, una escritura, donde cualquiera puede tomar la palabra, desde que nadie tiene la palabra, y lo habilita para poder decir lo que sea, un decir sin límites ni prohibiciones. Esta forma de entender la escritura literaria es correlativa de un gesto plebeyo por antonomasia: la retirada. Solo apartándose de la sociedad, yéndose al monte Sacro, los plebeyos pueden retornar a ella como portadores de palabras relevantes. Alejándose de los asuntos y formas de las tradiciones literarias salteñas es como los escritores del siglo XXI (pero no solo ellos) despliegan las posibilidades de reconfigurar su práctica. Es así como habilitan (y acaso demandan) también nuevas reflexiones críticas. Sin renegar en ningún momento de la literatura (puesto que ninguno de estos escritores sostiene su escritura como ajena a tal institución), sin embargo afirman un más allá de aquella literatura salteña (del siglo XX)”.

De generaciones

“Es necesario prestar atención al texto como un acontecimiento, una eventualidad que propicia la emergencia de un elemento ‘reprimido’, el espacio por donde aquello desaparecido de la historia de una lengua retorna como fantasma, como holograma o como aparecido. Incluso, habría que atestiguar, en un proceso a esta literatura, a favor de aquellas instancias que convierten la escritura en palabra anónima. Si tal cosa es posible, ahora o en alguna época posterior, acaso remota, será a costa de admitir que nadie tiene la palabra y que la principal movilización que activa la literatura radica en esta facultad de hacer de la impropiedad el fundamento de su existencia.

La fragmentación generacional por décadas, pues, no hace más que encubrir procesos heterogéneos que no pueden subsumirse a intenciones cuasi programáticas de lectura crítica, en especial cuando tales intenciones provienen, casi sin discusiones, de las propuestas de los mismos escritores. En este sentido, la literatura de Salta, además de haber estado en manos de unos pocos, como sostenía [Walter] Adet, también es un producto de diseño de autor, de la autoridad de un autor (Dávalos, Anzoátegui, Sylvester).

Decir generación del ’60, por ejemplo, resulta así más un esquema normativo que involucra una tendencia interpretativa homogeneizante y, sobre todo, desproblematizadora. Es cierto, puede tratarse de un consenso crítico, todos saben qué objeto se pretende señalar al decir generación del ‘60. Pero, ¿no se corre el riesgo de caer en una producción generalizada de redundancia? Tal como se observaba para el caso de las lecturas sobre la salteñidad, ¿es posible encontrar un punto de ecuanimidad o, si no se prefiere el tono moralizante, de equilibrio? ¿Se puede sostener la existencia de poéticas tan disímiles como la de Jacobo Regen y la de Carlos Hugo Aparicio, una que desalienta las tentativas regionalistas para ser reconducida hacia lecturas hermenéuticas y “universalizantes”, otra que ha sido consumida como documento populista de las periferias urbanas sin apelar al dato generacional? (…)

Podría resultar conveniente pensar las producciones literarias antes que como entramados homogéneos y perfectamente limitados por la mera sucesión cronológica, como estratos heterogéneos que configuran una discontinuidad simultánea, esto es que los textos: 1) producen litigios en torno a los sentidos socialmente aceptados (o aceptables) tanto en un mismo escenario discursivo como en el interior de un mismo texto, por ejemplo poniendo en tela de juicio la legibilidad como fundamento de la comunicación literaria; 2) no constituyen un sistema canónico por sí mismos, antes bien el canon resulta de una o varias operaciones críticas que articulan dispositivos de control institucional (como la cátedra o el congreso) con procedimientos de consenso (la valoración sustentada en teorías). Aunque esto último pueda parecer obvio para los lectores más especializados, a veces se corre el riesgo de caer en apreciaciones que naturalizan la canonicidad de las producciones literarias, por ejemplo, en alguna reunión científica un especialista hablaba de ‘canon empírico’ como si este fuera un dato de la realidad ajeno a cualquier manipulación sociocultural”.

La literatura plebeya

“La literatura plebeya es, antes que nada, un problema dentro de la crítica literaria, más aún, es una operación crítica desde una perspectiva política. Uno de sus problemas reside en su misma denominación, las más de las veces utilizada con cierto tono despectivo para referirse a productos de circulación masiva. Aún cuando lo plebeyo, pensado para las producciones del siglo XXI haya sido generado por otras vías, con otros propósitos y siguiendo otros antecedentes, en Salta el término refiere a una marcación social, por ejemplo, en boca de Bernardo Frías, un representante de las elites salteñas. Así pues, tal y como propone Frías, el concepto remite a una clasificación social efectuada desde la perspectivas de las elites: lo plebeyo califica y ordena aquello que no sería decente ni virtuoso dentro de la sociedad salteña durante un segmento de fines del siglo XIX y principios del XX.

(…) lo plebeyo es una forma de subjetivación política sin distinción de las conceptualizaciones de clase, categoría social o etnia. De manera tal que la pregunta es si, a comienzos del siglo XXI en Salta, ¿el uso de plebeyo todavía califica a unos sujetos inhabilitados para participar plenamente de los discursos relevantes de una sociedad? Paralelamente, habrá de cotejarse también si la literatura es uno de tales discursos.

En vistas de este propósito, al menos en esta instancia, llamar a la literatura de otra manera, utilizando otra denominación generalizable, haría perder de vista la referencia a una configuración diferenciada de las prácticas estéticas verbales en contraposición a un poder oligárquico: literatura proletaria, marginal, de ‘catacumba’, sub literatura, under, alternativa, independiente, subalterna, marginal, periférica, autogestiva, autónoma, kitsch. Existen numerosas adjetivaciones, como se ve. Cada una conduce por caminos divergentes y demanda sus propias justificaciones. Unas son más generalizables que otras, al mismo tiempo que se inscriben en tradiciones críticas diversas, como el marxismo o los estudios culturales. (…)

En todo caso, muchas denominaciones muestran, en principio, dos interpretaciones: que existe una literatura hegemónica y que las demás son ‘algo’ respecto de ella; que la literatura (esa literatura) es una sistematización más o menos normativa efectuada por una cultura dominante. Sin embargo, la literatura también es un espacio elástico y contingente intervenido por contradicciones, resistencias, creatividad y posicionamientos heterogéneos, en tanto los sujetos de la enunciación configuran, con sus prácticas verbales estéticas, un espacio discursivo público y complejo que genera condiciones para la emergencia de textos posibles. Por lo tanto, ni afuera ni adentro, ni abajo ni arriba, ni excluidos ni dominantes: los escritores y sus escrituras son todos participantes de un complejo régimen de prácticas culturales, políticas, sociales e históricas vertebradas, desde el siglo XX en Salta, por una configuración cultural letrada. (…)

En síntesis, la literatura plebeya como problema es una empresa discursiva que interpela críticamente las configuraciones tradicionales de esta práctica verbal en Salta, en particular al postularla como un espacio público marcado por la proliferación agónica de trayectorias corporales, cuyas identidades ciudadanas comparten un principio igualitario que en la práctica política se resuelve según parámetros de comparabilidad y jerarquías objeto de litigios.

En última instancia, la literatura plebeya es una noción de trabajo formada a partir de conceptos provenientes de saberes distintos (filosofía política, estética, sociología, teoría política, antropología urbana, historia y geografía sociales), que pretende señalar el problema de la interacción conflictiva entre las producciones estéticas verbales durante 2002 – 2013 y el modelo normativo moderno sistematizado  (y trabajado como tradición) bajo el genérico ‘literatura de Salta’. En otras palabras, trata de decir que en Salta existe una práctica de la literatura basada en el régimen estético de la especificidad de las artes (exclusivamente verbal, mayormente escrita en una lengua nacional, más que probablemente con características formales fuertemente estructuradas como versos, estrofas, unidades rítmicas, métricas y de rima), mientras que las prácticas artísticas contemporáneas que son objeto de esta propuesta son más consistentes con un paradigma de la inespecifidad, de la relacionalidad y del discurso como política (la presencia de lenguas indígenas, ruidos y sonoridades diversas, discursos heterogéneos, prácticas artísticas intermediales como música, video y texto)”.

Escenarios de litigio

“La política sería entonces el resultado de las discrepancias entre los seres hablantes, es decir aquellos cuyas trayectorias corporales los habilitan como portadoras de palabras relevantes. De ese modo, Rancière opera un sistema de distinciones fundamentales entre: 1) policía y política; 2) phoné y logos, voz y palabra. (…)

Una literatura plebeya, entonces, puede concebirse como la formulación de un discurso que experimenta una política minoritaria y que asume una palabra cuya impronta subalterna resulta consistente con planteamientos de una creciente autonomía respecto de las configuraciones poderosas de la hegemonía.

Asimismo, estas distinciones ponen en funcionamiento una manipulación más general que subyace de manera inquietante a todas las demás, la que establece un límite entre animales y humanos. Esta distinción habilita las restricciones de los animales a los espacios relevantes y decisivos de una sociedad, tanto si en estos se llevan a cabo prácticas sociales ritualizadas (un espectáculo deportivo, el viaje en ómnibus o en avión, la misa, la pileta, etc.) como si se trata de lugares de enunciación de discursos socialmente prestigiosos e incluso decisivos para el conjunto de la sociedad (el mitín político, la cátedra universitaria, el periódico o el noticiero). Lo que un cuerpo cuenta, antes de toda habla, son los límites que le han destinados los otros. La “portación de rostro” es un ejemplo. La producción de estereotipos “antiestéticos” y zoomórficos ha sido una de las maneras de excluir a los individuos diferentes de las instancias de decisión política que los afectaba. (…)

La negación de logos forma parte de una tradición occidental ‘el «logocentrismo» filosófico, inseparable de una posición de dominio, [que] es ante todo una tesis sobre el animal, sobre el animal privado de logos, privado de poder-tener el logos: tesis, posición o presuposición que se mantiene desde Aristóteles hasta Heidegger, desde Descartes hasta Kant, Lévinas y Lacan’ (Derrida).

Ahora bien, denegada la posibilidad de posesión de razón, los individuos investidos con esta valoración se ven afectados en sus posibilidades de agenciamiento político ante las formas institucionalizadas bajo la forma Estado. Se encuentran, por decirlo así, dentro de un régimen de invisibilidad que solo puede interrumpirse si se produce un desacuerdo acerca de lo que es posible en una sociedad. Esto, que podría llamarse un proceso de ciudadanización, aunque también de humanización (en el sentido de una desanimalización), reviste las modalidades según las cuales los individuos adquieren el estatuto para demostrar efectivamente la igualdad de todos. La ciudadanía, por lo tanto, es un proyecto de inclusión de los cuerpos dentro de las dinámicas conflictivas de la democracia. Pero sobre todo, significa que los individuos se han dado a sí mismos un nombre. Regula, en este sentido, la distribución de los cuerpos de acuerdo a ‘la evidencia de lo que es’ dentro de un régimen de visibilidad”.

Para cerrar… o abrir

“Una literatura política, en definitiva, no puede basarse en la presunción de una política de la representación merced a la cual los sujetos son incorporados como objetos de la misma, por el contrario la política se basa en el conflicto y el disenso, en la producción de diferencia y en la planificación de acciones y la gestión de demandas colectivas, con lo que una literatura política tendrá su asiento en la manera en que los propios sujetos excluidos de la enunciación gestionan por sí mismos la producción y puesta en circulación de los sentidos en torno a sus identidades y representaciones. En consecuencia, la política plebeya es una política de la enunciación y no del enunciado. (…)

La literatura plebeya no constituye un nuevo canon: si se propone como una literatura política, esta no guarda relación con lo político en cuanto tópico del discurso sino como una politicidad crítica en cuanto programa alternativas para asumir la palabra en los términos de un discurso relevante. Por lo tanto, no supone la sustitución de un canon por otro, ni siquiera la coexistencia de cánones paralelos o simultáneos, antes bien permite sostener que estas son operaciones críticas tendientes a producir equilibrios en las configuraciones de la hegemonía. En consecuencia, antes que un cambio, el concepto de canon significa la reproducción de las prácticas de la ‘mayoría’. Por lo tanto, la política plebeya de la literatura en Salta no tiene que ver con el poder; antes bien busca una progresiva autonomización de esas categorías institucionalizadas (así por ejemplo, muchos textos no son percibidos por el discurso crítico debido a cuestiones ‘técnicas’ como su circulación en la web o su mínima participación en el mercado editorial).

La literatura plebeya no pertenece ni al centro ni a la periferia: no está en los márgenes de la literatura ni en su dimensión ideológica ni en cuanto a su estatuto literario, en el sentido en que suelen definirse las literaturas marginales, proletarias, populares o kitsch. Pensada desde el punto de vista de una cualquierización intensa (el sujeto de la enunciación es el cualquiera antes que el experto letrado), una versión productiva de esta literatura es que se trata de un fenómeno de diferenciación igualitaria: porque puede hablar, el plebeyo es capaz de articular su diferencia con diversos grados de autonomía de los espacios de poder legitimados por la mayoría.   (…)

Para finalizar, cabe sugerir que el carácter plebeyo de una literatura no debe circunscribirse a un período literario (sólo el siglo XXI) o a un género particular (solo la poesía o solo la narrativa, además de la evidente ausencia de una crítica similar para el drama) ni siquiera a experiencias colectivas (como si la sola colectividad garantizara un proyecto estético político plebeyo) ni deberían señalarse como marcas autoriales perceptibles a lo largo de toda una obra.

Por este motivo la perspectiva aquí desarrollada permitiría leer algunos momentos de la literatura de Salta y ciertas producciones desde una situación diferenciada que reinvente los sentidos cristalizados sobre algunas obras, por ejemplo la de Manuel J. Castilla pero también la de Federico Gauffín e incluso la de Juan Carlos Dávalos, puesto que el objetivo no es proponer un nuevo canon, lo que implicaría continuar ejerciendo una dinámica de exclusiones y reemplazar un provincianismo por otro – tal y como sugiere acertadamente Edward Said, 2004 –. Por el contrario, la tesis central de la presente investigación sostiene como propuesta una resolución posible, en el seno de una sociedad culturalmente homogeneizante, de algunas tensiones de poder en lo referido al acceso a la producción de bienes culturales y de representaciones masivas de identidad al mismo tiempo que atiende a las tradiciones críticas sostenidas desde la universidad pública y que, sin lugar a dudas, modelizan interpretaciones, lectores y ciudadanos con un carácter signado por una mayor heterogeneidad y autonomía de pensamiento.