Un extracto del libro “Breve historia de la adolescencia” de David Le Breton que describe las nuevas relaciones familiares: padres que quieren ser amigos de sus hijos dejando de ser padre sin llegar a ser amigo del hijo; mientras madres e hijas compiten por peinados y formas de vestir. 

Aunque el autor es un antropólogo y sociólogo francés, describe situaciones en la que muchos padres y madres salteñas se sentirán, para bien o para mal, plenamente identificadas. De allí la actualidad de un texto escrito en un punto geográfico muy alejado de nuestra provincia pero culturalmente muy cercano. Así, las nuevas relaciones familiares provocan situaciones que Le Breton describe de la siguiente manera:

“Así, las fronteras de las generaciones se borran o se derriban. El modelo ofrecido por los padres parece superado. Ellos mismos se sienten desguarnecidos frente a niños a quienes les cuesta comprender, aunque la mayoría de las veces respondan a su demanda. Las innumerables innovaciones tecnológicas de estos últimos años en materia de comunicación amplían la brecha. Por añadidura, la edad se ha vuelto intolerable, la adolescencia es en verdad ostentada por los mayores obsesionados por la voluntad de “permanecer jóvenes”, poco interesados en asumir una postura generacional que los envejece. Pero al no marcar las diferencias de edad y al no asumir su responsabilidad, privan al adolescente de los puntos de referencia necesarios para crecer y adquirir su autonomía. Los jóvenes se construyen apoyándose en sus mayores, así no fuera más que para superarlos u oponerse a ellos, pero si estos últimos se sustraen a su tarea, la apertura a la alteridad carece de consistencia. Afiches o avisos publicitarios suscitan la cuestión temible de saber quién es la hija y quién la madre. Ambas se parecen y están peinadas y vestidas de la misma manera, en una dilución de las diferencias que disimula mal la devoración de la hija. Las relaciones padre-hijo son tratadas con valores de acción, más masculinos, más en la vertiente de la complicidad viril, pero con la misma borradura de las diferencias generacionales. El hecho de volver juvenil el lazo social y la depreciación de la edad llegan aquí a su punto máximo.

Gran cantidad de adolescentes son librados a ellos mismos por falta de intervención y de consistencia de la autoridad familiar. Padres amigos que dejan hacer y abdican de su responsabilidad de mayores y de educadores. Es que la relación de seducción es contraria a una relación de educación, invierte los roles. Los padres encuentran un beneficio narcisista en detrimento del niño, que, allí donde debería encontrar unos padres, encuentra un espejo. La aprobación a toda demanda es a menudo vivida como un signo de indiferencia. Un padre amigo deja de ser un padre, sin ser un amigo. Y para los padres dimitentes, el niño rey a menudo se convierte en el adolescente tirano y con problemas. Educado en la omnipotencia de sus deseos y la manipulación interminable de su entorno, la confrontación con los otros fuera de la esfera familiar es un escollo. Para que el niño o el adolescente se afirme debe confrontarse, en el reconocimiento de su persona, con una ley, con prohibiciones, con una oposición; en suma, con lo acostumbrado de una transmisión encarnada por la presencia sólida de padres o de mayores que le indican el camino, explicándole los usos y dejando que se ubique como uno entre los otros.

La adolescencia es un período de construcción de sí en un debate interminable con los otros, sobre todo con los otros en uno, en la medida en que la búsqueda es la de saber lo que los otros pueden esperar de él y lo que él puede esperar de los otros. Al no haber conocido ninguna prohibición en su familia, al niño le cuesta trabajo inscribirse en la sociabilidad escolar. Nunca se enfrentó con las frustraciones que alimentan una vida cotidiana inmersa en el lazo recíproco con el otro. Entonces, multiplica los conflictos con los docentes o con los otros escolares. La ausencia de límites dinámicos y bien elaborados entre uno y el otro, entre uno y el mundo, induce una confusión entre el afuera y el adentro. Son jóvenes indiferenciados, que sufren, que están en busca de límites, en busca de lo que son. Su sentimiento de identidad es frágil, incierto; toda frustración, toda espera les es insostenible. Se vuelven agresivos cuando encuentran resistencia porque les cuesta trabajo comprender el punto de vista del otro. Al no haber conocido nunca un “no” educativo con el objeto de situarlos en un conjunto, jamás entran en la interdicción. Permanecen en su fortaleza omnipotente, sintiéndose permanentemente asediados, pues nunca conocieron otras maneras de conducirse. Siempre inseguros en su interior, sólo tropezándose con el mundo o los otros, poco a poco encuentran los límites que sus prójimos nunca les dieron.

En el contexto individualista de nuestras sociedades, los adolescentes se hallan en la necesidad, para lo mejor o para lo peor, de inventar sus creencias, sus líneas de orientación. Los mayores ya no tienen autoridad en la materia. Para esta clase etaria, la libertad está limitada por la mirada de los otros, por el poder del grupo para inducir normas flexibles pero pregnantes. La cultura de los pares suplanta a la de los padres, la transmisión se borra ante la imitación y procura un sentimiento de seguridad y de certidumbre frente a la obsolescencia circundante. El foco de la estima de sí se desplaza hacia la mirada de los otros más cercanos: no ya los padres, cuyo amor es seguro, sino aquel, despiadado y siempre cuestionado, de los pares, cuyo juicio se enuncia según el grado de coincidencia o no con modelos circundantes y provisionales. En la adolescencia, la ropa, el peinado, las actitudes –en suma: el aspecto– son elaborados como un lenguaje, una chapa de reconocimiento. La estilización de sí es una consigna. El look se convierte en una forma primera de socialización.

Existir es ser observado, es decir, marcado y distinguido. La tentación de existir en cuanto imagen, portador de signos valorizados, es difícil de rechazar porque está en juego la posición en el seno del grupo. “Para un joven, enarbolar un logo no es tanto querer alzarse por encima de los otros como no parecer menos que ellos. Incluso entre los jóvenes, el imaginario de la igualdad democrática hizo su obra, conduciendo a negarse a presentar una imagen de sí manchada de inferioridad desvalorizadora. Por eso, sin duda, la sensibilidad a las marcas se exhibe de manera tan ostensible en los medios desfavorecidos. Mediante una marca apreciada el joven sale de la impersonalidad, quiere mostrar no una superioridad moral, sino su participación entera e igual a los juegos de la moda, de la juventud y el consumo”, escribió Gilles Lipovetsky.

El trabajo sobre el cuerpo es percibido como individualizador, es una vía para escapar al sentimiento de la impersonalidad. La apariencia es el lugar privilegiado de la estima de sí y del sentimiento de identidad. El hipermercado del consumo provee a los jóvenes de signos necesarios para una diferenciación de sí regida por el universo de la publicidad y del marketing. Al abastecerse en los mismos estantes y al ser sensibles a los mismos medios de comunicación, terminan por asemejarse como clones, al tiempo que cada uno está convencido de tener un estilo propio y decididamente original. Nada se parece más a un adolescente de Buenos Aires que otro de Estrasburgo o de Coimbra: poseen las mismas ropas, los mismos cortes de pelo, utilizan los mismos geles, los mismos portátiles, escuchan las mismas músicas, frecuentan las mismas redes sociales en Internet. Aunque no hay que desconocer las diferencias de condiciones sociales, una cultura adolescente atraviesa las clases y las culturas”.