El aval “U” al prostibulario Villalba para disputar la intendencia de la que había sido eyectado por el PJ, fue el hecho político de la semana. Confirmó las suciedades políticas que el ciudadano común aborrece y mostró, también, a las figuras de ese PJ que habitan un palacio menos seguro del que creían. (Daniel Avalos)
Y es que allí, en ese palacio, donde se definen las grandes líneas de acción que inciden en la provincia, irrumpieron actores hasta ahora subterráneos que ese PJ ayudó a incubar, pero a los que ese mismo PJ nunca creyó dispuestos a provocar terremotos políticos que amenazaran el poder de los antiguos, relucientes y capitalinos hombres fuertes del justicialismo. Esos actores son los intendentes. Jefes comunales del interior que han consolidado un poder cuya dimensión no puede calcularse a partir de lo que hasta ahora se ha dicho sobre la candidatura de Villalba: que el aval de Urtubey para que compita con el sello del PJ la intendencia de Salvador Mazza, obedece al guiño del gobernador a un ser poco sofisticado que, a cambio del favor, dejará que Urtubey abrigue sobre él un sentimiento de propiedad que el ahora exintendente retribuirá con votos. Lectura que, coloreada con sospechas sobre la existencia de demoníacas redes de trata y narcotráfico de las que Villalba guardará silencio para proteger al Gobernador, confirma que Salta es lo que es: esa pequeña comarca en donde todos saben todo, o al menos creen saberlo todo.
Convendría apostar por lecturas más verificables y no por ello menos repudiables. La candidatura de Villalba no fue un favor de Urtubey al personaje. Fue una imposición de los intendentes al gobernador. Una imposición que se explica a partir del evidente pacto existente entre el que habita el Grand Bourg y los barones del interior. Un pacto que no está escrito en ninguna parte porque los intendentes, esos hombres y mujeres poderosos pero sencillos y de costumbres sencillas, no están inclinados a envasar las palabras en un contrato escrito que siempre puede romperse, leerse en segundas, terceras, cuartas y hasta quintas intenciones. A ellos, los intendentes, les gustan los pactos de palabras que se atengan escrupulosamente a los hechos. Y en los hechos, ellos pueden presumir de que cumplieron cabalmente lo que comprometieron: esforzarse para satisfacer las ambiciones político-electorales del Gobernador quien, desde el 2009, cosechó la abrumadora mayoría de sus votos en ese interior que hace tres semanas, incluso, le aportó el 70% de los sufragios cosechados en toda la provincia. Es cierto…esos intendentes reciben desde 2009 más dinero del gobierno central, pero el pacto incluye otras cosas que la intervención de Salvador Mazza vino a trastocar: el compromiso de que los poderes centrales no se inmiscuyan en sus dominios.
Y entonces reaccionaron. Y lo hicieron con una velocidad asombrosa. El viernes pasado, el Gobernador concretó la intervención a los dominios de Villalba. Cuatro días después, la población, los medios y hasta los mismos hombres fuertes del justicialismo se enteraron de que Villalba volvía al ruedo con el sello del partido que los había depuesto. La solidaridad corporativa de los intendentes había funcionado sin fisuras. A ninguno de los grandes señores del interior que se reunieron en la capital para repudiar la intromisión de la Cámara de Diputados y Senadores en sus dominios, les importó que Villaba manejara un territorio poco importante en votos. Tampoco que el personaje haya quedado asociado con la imagen del rufián amigo de los burdeles, hoteles de mal vivir, tugurios sórdidos o de hombre que vagabundea por la noche en lenta desintegración. Menos aún que se comprobara que Villalba tenía un manejo delictivo de los recursos de su municipio. Nada de eso les importaba a los intendentes. Lo que entre ellos primaba era la defensa corporativa de los que habitan una especie de limbo poco radiante del conjunto del poder provincial. Uno compuesto por muchos jerarcas comunales que se saben parte de una inmensa y única estructura cuasi mafiosa, cuya fortaleza, insistamos, reside en su efectividad para suministrar al Gobernador lo que el Gobernador les pide a ellos: convertir la pobreza que anida en los municipios en la materia prima indispensable para generarle al pobre dependencia política. Un tipo de clientelismo que, administrado por los jefes comunales, estos transfieren al gobernador de poses gerenciales y primermundista en forma de votos.
La operación fue exitosa. Había condiciones para ello. No sólo porque el Gobernador es parte de ese pacto que los intendentes exigieron que se respete. También porque el conflicto se desató en una coyuntura electoral. Tratemos de imaginarnos la escena sin complejos. Después de todo, si el poder político se anima hacer lo que hizo, bien podemos nosotros animarnos a cierto grado de ficción para ilustrar mejor lo que siendo cierto, aparece medio confuso. Hecha la aclaración, insistamos con imaginarnos las escenas. Escena 1: un PJ capitalino que, debiendo recuperar prestigio para recuperar votos en las elecciones legislativas que se avecinan, le sugiere a Urtubey que, dado el escándalo protagonizado por Villalba, convenía recordar las sabias palabras del General Perón sobre la necesidad de identificar aquellos momentos en donde conviene entregar una parte del todo, para mantener el dominio de ese todo. Ahora ejercite un cambio de plano y mírelo a Urtubey diciendo que sí, que justamente eso es lo que decía el General y que entonces había que entregar a la plebe indignada que todavía cree en la justicia la cabeza de Villalba, algo que diputados y senadores concretarían con poses épicas en nombre de la salud pública aprobando la intervención al municipio para que, muy tempranito y un día después, Urtubey volase a Salvador Mazza para poner en funciones a la interventora. Nadie tomó en cuenta -nosotros tampoco- que habría una Escena 2: la de los intendentes que mate en mano, la mirada campechana, un vestir nada estridente y sin grandilocuencia en el uso de las palabras, le confirmaban a Urtubey que los viejos consejos de Perón eran de una vigencia asombrosa, aunque ellos creían que la parte que a Urtubey convenía entregar no era la de los municipios, sino la de los poderes justicialistas que, residiendo en la capital, se muestran poco eficientes para darle a Urtubey lo que los intendentes sí: por ejemplo, un 70% de los votos oficialistas. Desatado el conflicto que toda buena historia precisa, el final de la película es cuando en la soledad del poder, Urtubey hace cálculos apresurados y pondera, por ejemplo, que el PJ capitalino ya está en problemas y nunca le aportan triunfos; mientras congraciarse con los intendentes le retribuiría réditos electorales en las nacionales de octubre, en donde su apellido sí está en juego. Entonces accedió.
Los resultados están a la vista. El triunfo de los barones del interior dejó en claro a los hombres fuertes del PJ que esa corporación posee, en el actual esquema del poder político provincial, una fortaleza capaz de afectar a ese poder capitalino que hasta hoy, estaba seguro de ser el aliado estratégico del Gobernador a pesar de las asperezas que en toda relación existen. Una toma de conciencia sumamente costosa. No sólo porque siempre un hecho así suele ser traumático para el que entendió el peligro visibilizado, sino también porque el ajuste de cuentas del interior desprestigió aún más al sello partidario. Evidenció, en definitiva, lo que todo el activo político sabe pero prefiere disimular: que el Partido Justicialista no es lo que era antes; que allí no se desarrollan identidades políticas ni lealtades electorales duraderas; que tampoco hay un vínculo histórico entre ese partido y los sectores sociales a los que dice representar porque, simple y poderosamente, ese partido es sólo un sello imprescindible para la competencia electoral, en poder del administrador de turno que lo manipula según sus intereses.
Aunque la mayoría de los justicialistas percibieron que el orden que creían fuerte está amenazado, fue el presidente de la Cámara de Diputados, Santiago Godoy, el receptor directo de la bofetada. Fue él quien impulsó la intervención a Salvador Mazza y, por eso mismo, la persona a la que el aval de Urtubey al depuesto Villalba humilló hasta los huesos. Cuando la rabia lo invadió y lo lanzó a las maldiciones y al pedido de explicaciones, sólo recibió por repuesta una mal disimulada declaración del Gobernador que insistía en no saber quién había avalado al indeseado; y luego una declaración que, pretendiendo provocar comprensión ante propios y extraños, aducía que él, Urtubey, accedió a lo vergonzoso porque estaba atado de manos a lo que ordena la Constitución. Cuando la rabia de Godoy se fue aplacando y la razón lo convenció de que lo sucedido era irreversible, balbuceó palabras diplomáticas que abonaban la teoría del Gobernador atado a la constitución. Era el recurso a mano en medio de una evidente interna en donde nadie sabe muy bien quien es aliado y quien adversario. El recurso de la diplomacia que siempre sirve para que algunos de los contendientes gane tiempo para evaluar el estado de la tropa, imaginar terrenos más favorables, preguntarse cómo se desactiva a los intendentes que ellos mismos ayudaron a activar y tratar de diagnosticar cuáles son los intereses y los actores involucrados en semejante entuerto. El camino para precisar lo último depende de un razonamiento elemental: preguntarse quién o quiénes serán los actores neutrales de esta lucha que avanzarán en el futuro sin problemas por sobre los beligerantes de hoy que, aun ganando, parecen condenados a quedar exhaustos en medio del camino.
Los intendentes, mientras tanto, retornaron a sus dominios con la tranquilidad propia de quienes se sienten seguros de haber dejado las cosas en claro. La de ser los hombres y mujeres dispuestos a cargar con el estigma de convertir a los habitantes pobres de sus pobres pueblos en cosas manipulables, personas sobre las que ellos pueden imponer su voluntad en beneficio del Gobernador…pero a cambio de recursos, impunidad en su manejo y hasta mayor poder para decidir cómo deben ser las cosas. A nosotros, mientras tanto, todo lo ocurrido nos deja la desoladora sensación de que, en lo que a relaciones políticas se refiere, esta provincia involuciona a un estadio inferior. Uno en donde los instintos más mezquinos han logrado romper los límites que, no hace mucho, las reglas de la política y la ética habían enriquecido un poco la convivencia.