Dos cholos cruzaron sus opuestas vidas en Salta. Celebramos el cruce porque ocupando ellos el lugar que ocupan, uno siente que el análisis de la procedencia social y las apuestas políticas de ambos cholos, ayuda a pincelar el presente político de la Salta del cholo Urtubey y la Bolivia del cholo Morales. (Daniel Avalos)

Para entregarse a ese ejercicio conviene realizar dos aclaraciones. Una es sólo referencial y sirve para advertir que sabemos bien que la dimensión de un cargo gubernamental provincial no se compara con la de uno presidencial, aunque tal diferencia no atente contra el objetivo de estas líneas. La otra aclaración, en cambio, busca avivar a potenciales despistados aunque resultará crucial para el análisis de conjunto: aunque Urtubey y Evo Morales compartan el sustantivo “cholo”, la acepción que el término posee en la tierra de uno y otro son abiertamente opuestas.

En Salta, sabemos, el sustantivo cholo se asocia a los títulos, los escudos y los pergaminos propios de una estrecha casta señorial que desde hace siglos asoció el control del Estado a las posibilidades de multiplicar viejas y decaídas fortunas que, amasadas en el siglo XVIII a través de la venta de insumos y mercancías a las minas que había en la actual Bolivia, resultaron claves para que esa casta impusiera una dirección política e ideológica al proceso político provincial durante dos siglos y sólo salpicados por breves periodos libertarios. Por eso ser cholo en Salta fue siempre un signo de distinción al que todavía hoy, aspiran a acceder algunos nuevos ricos que desean que el capital monetario acumulado les sirva también para acceder a un abolengo que el lugar nacimiento les privo.

En Bolivia, ser cholo es otra cosa. Significa formar parte de una enorme masa de indígenas que, derrotadas militarmente por los blancos durante la conquista y sometidas culturalmente desde entonces, han sido objeto de una doble condena: la de ser pobres y la de ser indios. Lo primero es una cuestión de estricto orden económico: las enormes dificultades para acceder a condiciones de vida dignas. Lo segundo supuso un implacable sometimiento cultural que es producto de una paciente pero monitoreada elaboración argumentativa según la cual, la pobreza del indio obedecía a la supuesta impericia y vicios de las razas inferiores. Siglos y siglos de un linaje argumentativo que podía cambiar conceptos, palabras y hasta ejemplificaciones, pero que insistían en asociar a pueblos originarios con cierto tipo de salvajismo que les impedía, por ejemplo, advertir las riquezas de un suelo cuyo usufructo correspondería, casi por mandato divino, a los civilizados blancos. Una elite que para garantizar su dominio sobre las cosas y las personas, se valió del universal método colonizador por medio del cual, restándole humanidad al sometido, terminaba por animalizarlos para así someter y humillar sin culpas a un humano que para ellos eran casi humanos.

Cholajes tan distintos explican que los cholos aquí reseñados -Urtubey y Evo- compartan tan pocas cosas, salvo el sustantivo de acepciones distintas como hemos dicho o un aspecto no menor que podríamos definir así: la fidelidad de esos cholos a los valores e intereses del sector social del que provienen. Semejanza de conducta que lejos de igualar los proyectos políticos de ambos, explica bien el presente y las apuestas políticas de las jurisdicciones que ahora cada uno gobierna.

Y es que el cholo salteño siendo fiel a sus orígenes sociales y abrazando los referentes que ha abrazado, terminó protagonizando una adultez política que sólo podía reproducir una larga tradición donde los que gobierna, hace recaer en los poderosos la potestad de definir el horizonte y el destino de la provincia. Poderosos que ahora, por ejemplo, embolsan millones arrasando montes y bosques donde indios y criollos a los que consideran idiotizados por la vida rural y por ello mismo incapaces de aprovechar la riqueza sobre las que esas poblaciones, según los poderosos, pueden sentarse pero no explotarlas. Es cierto, para congelar la historia, Urtubey no apeló abiertamente al discurso conservador propio de su clase que aspira a restaurar idílicos periodos en donde la democracia tutelada dependía de que el voto recayera en los “mejores” y los “pensantes”. Nada de eso. Urtubey es un cholo aggiornado. Uno que optó por un estilo derechoso nuevo, que lo vincula más a los Macri, los Scioli o los Massa que apuestan a una gestión de tipo empresarial reivindicando una visión insulsa de la política que interpela a ciudadanos pocos dispuestos al análisis político y menos aún a los debates ideológicos. El resultado final, sin embargo, es el mismo que persiguen los restauradores a lo Carrió, o los desangelados a lo Massa: una matriz económica en la que el Estado está al servicio de los grandes agentes económicos; un aparato burocrático donde conviven patricios que obstaculizan los cambios progresivos de  las costumbres y nuevos ricos y tecnócratas que administran los recursos monetarios; más una apuesta ideológica que busca reproducir una sociedad desinteresada por la política y en donde los partidos políticos pierden legitimidad como órganos de participación popular.

Justo lo contrario a lo que el cholo Evo Morales aspiraba y ha logrado para su país: un programa de transformaciones económicas, sociales, políticas y culturales concretado no con las estructuras de poder existentes, sino por la refundación del propio estado boliviano. No importa que la derecha agite el fantasma de la venezolización del proceso. Tampoco que la izquierda químicamente pura discuta la profundidad de los cambios protagonizados. Importa que grandes objetivos de transformación se han concretado por la habilidad de ese indio para gestar una fuerza y una identidad política cuya vigorosidad se explica porque el que conduce el proceso, lucha por no traicionar sus orígenes ni a los referentes ideológicos y políticos con los que se formó. Una transformación en marcha que ha supuesto un quiebre de la historia nacional boliviana que siendo parte de un proceso continental, cuenta también con sus particularidades específicas.

Lo primero hace alusión a ese proceso continental que arrancando en el año 1998 en la caribeña Venezuela, justamente terminó de consolidarse en el 2005 en la altiplánica Bolivia. Sería largo detallar el proceso, con lo cual parece conveniente sintetizarla con una definición amplia y con una imagen que puede simbolizarla. La definición hace alusión a la historia reciente de un continente que cansado de las humillaciones del pensamiento único neoliberal, protagonizó un giro que la mayoría no poderosa de los países deseaba que se tomara y que nos devolvió una certeza que parecía enterrada: el Estado y la política sí importan. La imagen, en cambio, puede servirnos para mostrar a protagonistas importantes de ese giro. Nos referimos a esas figuras que muchas imágenes fotográficas mostraron juntos decenas de veces: Lula, el brasileño mestizo y sindicalista; Kirchner, patagónico estrábico e incorregiblemente desalineado e inclinado a los mocasines; Evo, el indio aymara que se pasea de zapatillas por las plazas de su país; Correa, el economista que insultó a los policías que buscaban desestabilizar a su país y hasta llegaron a retenerlo y que en un encuentro internacional parecía a punto de trompear a su par colombiano que en nombre de la lucha contra el terrorismo invadió Ecuador; y Chávez, ese mulato locuaz, el pesado de la banda, el siempre listo para el pistoletazo verbal y el siempre dispuesto a agitar las aguas para agujerear los pesados muros levantados por el Consenso de Washington y que al sofocar a los pueblos en la larga noche neoliberal, terminó por poner de pie a colectivos sociales claves de todo el proceso: las organizaciones sindicales debilitadas por el aumento exponencial de la desocupación y la precarización laboral, los piqueteros argentinos, los zapatistas mexicanos, los sin tierra brasileños y los movimientos indígenas ecuatorianos y bolivianos.

La pertenencia de Evo a estos movimientos indígenas, explica la particularidad boliviana. Y es que el proceso boliviano no sólo contiene la obvia dimensión económica que supone garantizar a las enormes mayorías indígenas un mejoramiento de sus condiciones de vida; sino también un alto componente cultural que no ha sido otro que el de incorporar al cholaje indio a las políticas de Estado y a una nación, como condición de posibilidad insoslayables para que las pocas o muchas riquezas de ese país contribuyan al desarrollo humano de esos mismos indios y campesinos que de pelos ralos y revueltos, o de edades medio indefinidas porque pudiendo tener 30, 40 o 50 años no siempre se les notaba la diferencia, habían sido excluido por una elite que había colonizado el Estado no sólo para subordinarlo a los intereses extranjeros, sino también para forjar un país y una nación que excluyendo los valores y sentires del cholaje terminaron por volver a estos extranjeros en su propia patria.

Por eso el cholo Evo siendo fiel a sus orígenes ha protagonizado cosas que el cholo Urtubey nunca protagonizará: subvertirlo todo. Las cuestiones económicas y políticas, pero también las relaciones entre los sectores sociales. Aspectos que no irritan menos a los sectores altos e incluso medios que ante la emergencia de nuevos contingentes populares, suelen sentir amenazadas sus prerrogativas. De allí que la elite boliviana tan hermanada socialmente con el cholaje salteño “U” desdeñe tanto al cholaje indio que adquiere derechos. Tal como el gorilaje argentino desdeñaba a los cabecitas negras que irrumpiendo a lo público de la mano del peronismo, se convirtió en la materialización del mal gusto, la personalización de lo grosero y ejemplo de dignidad que ese gorilaje asociaba y asocia a una intolerable insubordinación plebeya que en la república seria que esos sectores suelen reclamar, estaría debidamente reprimida.