A un año de la muerte de Hugo Chávez, Cuarto Poder vuelve a compartir la editorial que publicara el 5 de marzo del 2013. Fue firmada por Daniel Avalos, se titulaba “Cumbia y Revolución” y comenzaba así: “Cómo no conmoverse, si protagonizó un proceso que, con base en Venezuela, alcanzó a toda la región…”

“Prescindamos de lo que ya muchos hicieron bien: detallar los logros del proceso en aquel país. Y prescindamos para no concentrarnos sólo en la parte central del todo que dejaría de lado ese todo que nos contiene. Un ejercicio así no le haría justicia Chávez. Tampoco podría explicar por qué lo lloran, además de millones de venezolanos, otros miles y miles de latinoamericanos. Y lo lloran porque simple y poderosamente vieron en él a una figura que inauguró y consolidó un proceso que modificó las relaciones políticas y económicas de la región, pero que transformó también la forma en que millones de latinoamericanos vivencian los acontecimientos de este tiempo que nos toca vivir: la de concebir un tipo de realidad en la que los explotados, sometidos y humillados pueden incidir. No es poca cosa. Es, en realidad, casi todo. Porque esa cosa llamada realidad bien puede ser para muchos la única verdad, aunque no sea menos cierto que ella, tal como nos la imponen, casi siempre se convierte en una atmósfera asfixiante para los sometidos del mundo.

Un tipo de realidad que, presentada como una serie de coordenadas a partir de las cuales muchos deben amoldar sus miserables vidas, es la aliada fundamental de los poderosos que, en nombre de ella, nos advierten que ellos, el Poder, son lo único posible. Por eso los noventa fueron atroces. Porque millones fueron condenados a vivir una realidad que, materializando la voluntad de los poderosos, se presentaba como el marco sofocante en el que los desdichados debían pensar las cosas. Por fuera de lo establecido como real, nos decían, nada era posible. Ese marco era generoso con los capitales que montaron una ingeniería jurídica, económica, social y cultural que les permitía centralizar y concentrar riquezas a escala pornográfica. Un triunfo del capital en el que estaba inscripto la derrota de los de abajo que, así, fueron condenados a vivir y morir soportando mayores grados de explotación, exclusión y humillación. De allí que casi todos hayamos sentido en aquel periodo, y lo sigamos sintiendo en muchos casos, que la famosa realidad era y es bastante hija de puta. Sobre todo aquellos que, en esos años, sentían la imperiosa necesidad de transformarla protagonizando miles de intentos que buscando modificarla, descubrían que la fuerza de lo real era tan fuerte que se negaba a dejar de ser lo que era. Miles y miles de luchadores que, queriendo cambiar aquello, no sabían cómo hacerlo, hasta que muchos de ellos murieron convencidos de que la rebelión contra lo real – neoliberal… era finalmente inútil.

Y así transcurrían los días de aquella larga noche para los pueblos, hasta que la obstinación de uno de los muchos que se rebelaban contra ella empezó a abrir grietas en esa realidad. Una digresión se impone. Es para aclarar que estas líneas no pretenden convertir a Chávez en un personaje de bronce sin el cual la historia no puede andar. No hace falta convertirlo en un semidios para cederle un lugar en esta historia. Sabemos bien que muchas condiciones en las que se desarrolló y actuó, ayudarían a explicar porque él pudo lograr lo que hasta entonces muchos otros no podían. Pero también sabemos que, a pesar de todo ello, Chávez debe ser puesto a la altura de aquellos que, siendo emergentes y expresión de los desesperados de su tiempo, son capaces de moldear la desesperación multitudinaria en voluntad colectiva, proveer a esta de fines políticos precisos y convertir a estos últimos en necesidad histórica.

Empezó ese proceso con la impaciencia propia de todo revolucionario: a los tiros. Encabezó una rebelión militar en febrero de 1992 que, queriendo ahorrarle tiempo a la revolución, terminó costándole sangre. No pudo. Fue derrotado y encarcelado. Pero hay distintos tipos de vencidos. Aquellos que después de la derrota se quedan mansos, temerosos e indiferentes a lo que ocurre en el mundo contra el que alguna vez se rebeló; y están los otros: los derrotados orgullosos, esos cuyas miradas desafiantes nos informan que están esperando el momento adecuado para volverse a alzar. Chávez era de estos. Por eso mismo, ni bien anunció que la sublevación que había encabezado deponía las armas, el entonces desconocido coronel declaraba que “por ahora” los objetivos del movimiento no se habían cumplido. Por eso mismo, también, desde la cárcel de Yare escribe un manifiesto al que titula “Cómo salir del laberinto”, en donde tiene la desfachatez de dirigirse a su pueblo para plantearle cuál era el camino a seguir para recuperar la riqueza y dignidad de su país. Otro levantamiento militar en noviembre del mismo 1992 deja 200 muertos más. Chávez hace entonces lo que antes se había hecho poco: cambiar de estrategia. Decide que invertirá tiempo para así ahorrar sangre, aunque los objetivos serían los mismos. En marzo del 94 es liberado y obligado a pedir la baja en el ejército. Un mes después funda la herramienta política con la que pretende alcanzar lo que hasta entonces había buscado con las armas.

Y desde aquí, muchos lo mirábamos con admiración y desconcierto. Lo primero, porque hemos nacido en un país complicadísimo, en donde cumplir las reglas que la sociedad diseña no siempre garantiza una vida plena y que, por ello mismo, solemos obnubilarnos ante las figuras que con obstinación se entregan a una causa que a los codazos, avanza hasta resultar finalmente exitosa. El desconcierto, en cambio, se explica por razones de estricto orden histórico: Chávez, al fin y al cabo, era un milico. Y cualquier latinoamericano acostumbrado a nuestra historia, asocia esa condición a la posibilidad de que, siendo uno medio negro, medio pobre o medio zurdo, termine apaleado, encarcelado o hasta asesinado por los milicos. Nadie podía obviar, sin embargo, que ese milico era bastante extraño: analizaba la realidad valiéndose del comunista Antonio Gramsci, daba vivas al Che, nos invitaba a revivir los sueños de Bolívar y San Martín, despotricaba contra el Imperio, era recibido en La Habana por Fidel y, fundamentalmente, reclamaba la necesidad de desmontar los Estados montados por el neoliberalismo en los 90. Y después de todo ello, el muy cabrón llegó por los votos de su pueblo al mismísimo lugar en el que, seis años antes, había querido entrar a los tiros: El Palacio de Miraflores.

Y entonces muchos aprendimos a confiar en ese personaje que ya sentíamos nuestro. Que los sentimos más nuestro cuando vimos que al frente del gobierno seguía despotricando contra lo mismo y reclamando la posibilidad de encarar el camino que venía pregonando. Tampoco esto era poca cosa. Sobre todo porque ya estábamos habituados a que los políticos – y Chávez lo era – nos dijeran antes de llegar al Poder que muchísimas cosas eran posibles, para que, luego de asumirlo, nos confesaran que no, que se había equivocado y que lo que primero creían posible en realidad no lo era porque lo único posible era, justamente, aquello que no queríamos. Y no sólo, decíamos, siguió reclamando las mismas cosas sino que empezó también a llevarlas adelante: desmontó el estado neoliberal y empezó a erigir otro. Y había más. Porque también, sin que supiéramos muy bien cómo ni cuándo, empezamos a utilizar palabras que el neoliberalismo había declarado muertas y enterradas: imperialismo, revolución, socialismo, justicia social, Estado regulador, populismo. Palabras que ya no necesariamente significaban lo que habían significado antes, pero que volvían a apoderarse de las masas y a verbalizar las revueltas y las demandas populares: que los excluidos reingresen al sistema productivo del cual el neoliberalismo los había vomitado; que los Estados volvieran a jugar un rol central en el diseño de las políticas y en la regulación de la economía y a reivindicar la idea de una nación justa y soberana. No había dudas de que, en medio del avance, cuestiones no poco importantes todavía quedaban sin resolver. Pero no había dudas tampoco de que la fuerza de lo real neoliberal no sólo era poderosa, sino también hábil en el manejo de cientos de recursos que buscaban y buscan cancelar el devenir de los cambios. Fuerzas de la reacción muchas veces apoyadas por las buenas conciencias republicanas que hicieron lo de siempre: acusar a Chávez de populista y darle al concepto una carga peyorativa y antidemocrática. Asociaron el término, también como siempre, al mero clientelismo y no a una necesidad de supervivencia de pueblos abandonados a su suerte, despojados de humanidad, sin trabajos, con muchos hijos, mucho hambre y encima denigrados a la condición de seres manipulables por los notables y altivos defensores de la institucionalidad. La izquierda revolucionaria no se quedó ni se queda atrás. Carentes de cualquier rasgo de sutileza política, se sumergió en la tosquedad de siempre: Chávez no se proponía derrotar y sepultar al imperialismo; no quería hacerlo porque su matriz seguía siendo burguesa; y si era parte de la burguesía, obvio, era más de lo mismo aunque nacionalista que, por supuesto, es una invención también burguesa.

Ninguno de los cuestionamientos importaba. La voluntad venezolana no sólo había agujereado la realidad neoliberal, sino que también había empezado a desplazar los límites de esa realidad para ganar espacios. Y a ese espacio ganado se fueron sumando otros gobiernos que, empujados por las demandas de sus pueblos, hicieron lo que Chávez ya había hecho: explicitar su rechazo al neoliberalismo y proponer su superación. El proceso no carece de contradicciones. Algunos optaron por avanzar sobre las líneas de menos resistencias del neoliberalismo pero sin terminar con la matriz neoliberal de las sociedades, mientras otros arremetieron con decisión y refundaron sus Estados desde lógicas distintas a la filosofía liberal. Esas tensiones y contradicciones no ahogan, sin embargo, la certeza de millones de latinoamericanos que sienten que América Latina carga con problemas que los noventa profundizaron, pero que el debate sobre cómo resolverlos debe darse en el marco inaugurado por el comandante a fines de los 90. Por eso todo se ha vuelto vertiginoso. Por eso miles y miles se sienten con la obligación de decir algo sobre cómo terminar con lo que sigue siendo injusto. Y por eso muchos de ellos sienten que hay que decirlo ahora, no mañana, porque la paciencia se perdió entre las humillaciones de ese pasado que el muerto que ya se ha vuelto mito, empezó a demoler solitariamente hasta que una simpática banda de la región fue conformándose en los espacios que el chavismo había inaugurado: un brasileño mestizo y sindicalista, un patagónico estrábico y desalineado, un indio aymara que se pasea de zapatillas por las plazas de su país, y un economista que, además de movilizar tropas cuando la llamada lucha contra el terrorismo invadió su territorio, estuvo a punto de trompear al presidente del país vecino que permitió el ultraje. Todos sabedores, sin embargo, de que el líder de la banda era ese mulato locuaz, siempre listo para el pistoletazo verbal y siempre dispuesto a agitar para que los límites de la realidad creada se expandan aún más.

Por eso lo llora su pueblo y miles de latinoamericanos. Porque desde Venezuela terminó sembrando rebeldías en una América del Sur que parecía haberse vuelto estéril para ellas; porque millones de latinoamericanos pueden sentir que aún cuando faltan muchas necesidades por satisfacer, las mismas se resolverán en el marco de las condiciones que Chávez había inaugurado; y porque, simplemente, Chávez, protagonizó una revolución que prescindió de las acartonadas poses leninistas de las vanguardias esclarecidas, para arrojarse a la aventura entonando cumbia latinoamericana.