El avance arrollador del Encuentro de Mujeres, opacó los pistoletazos dialécticos con los que algunos buscaron desprestigiarlo. Asentada la humareda que el fuego cruzado provocó, podemos ver aspectos que en medio de la balacera no distinguíamos del todo. El protagonismo de las mujeres trans es uno de ellos. (Daniel Avalos)

Protagonismo que confirma que por estos días al menos, Salta esta encantadoramente subvertida. Que es una ciudad tomada por quienes soliendo ser relegados de las calles y los debates públicos, ahora se convierten en protagonistas excluyentes de los mismos. Así será el caso de las mujeres trans que participando del Encuentro, también ocuparán las escuelas y coordinarán talleres donde expondrán sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades y sus tragedias. No sabemos cuántos salteños se mostraran dispuestos a comprenderlos. Pero sí nos atrevemos a sentenciar que esa participación simboliza y consolida a la vez un hecho irrefutable: los avances que el colectivo de la diversidad sexual ha logrado en las últimas décadas. Avances que sólo pueden explicarse por la actitud de nunca considerar un logro como un punto de llegada, sino como un nuevo punto de partida. Actitud que no hace más que confirmar lo que alguna vez sentenció ese gran pensador peruano que fue José Carlos Mariátegui: que la humanidad llega a algún lugar sólo para volver a empezar. Situación que explica también por qué quedando aún  mucho por que pelear, haya también mucho por celebrar.

Para graficar lo último, valgámonos acá de dos momentos históricos. Elección arbitraria de quien escribe, pero que creemos criteriosa para representar esos momentos que estando inscriptos en esa linealidad de conquistas de derechos por parte del colectivo, supusieron también verdaderos quiebres históricos para el colectivo en particular y la sociedad en conjunto que intuyeron que tras esos acontecimientos, se abrían periodos en donde ya nada sería igual a lo que venía siendo. El primero de ellos ocurrió el 28 de junio de 1969. Lejos de estas tierras,  pero cuyos efectos abrazaron a todo el mundo occidental del que nuestro país forma parte. Fue en Stonewall -New York- donde el colectivo de la diversidad y los más marginados de entre ellos (travestis y drag queens) se cansaron de los hostigamientos y las razzias policiales y protagonizaron una batalla en la que pusieron los detenidos, los heridos y los muertos. El suceso consolidó una identidad propia que logró conmocionar hasta el linaje argumentativo que la religión y cierta ciencia empleaba para clasificarlos: pecadores descendientes de la ciudad de Sodoma y Gomorra, lugar que por cobijar la práctica homosexual fue pulverizado por dios con una lluvia de azufre y fuego; o enfermos clínicos que para recuperarse debían ser encerrados en asilos. Lo primero provenía de la iglesia; lo segundo del pseudo científico alemán Richard Von Krafft-Ebing que aseguraba que la homosexualidad era una “degeneración neuropática hereditaria”, agravada por la excesiva masturbación.

La revuelta de Stonewall fue un “basta” colectivo y también otras cosas: la clara decisión de abandonar los rincones donde habían sido relegados por la “sana moral”; y una rebelión del lenguaje que subvirtió el significado de términos que hasta entonces denotaban humillación y odio sobre ellos. Adjetivos como amanerado, trolo, maricón o puto, que apropiados por gay, lesbianas o travestis, sirvieron para significar un sentimiento de satisfacción por una condición a la que consideraron digna de mérito. Por eso resultó lógico que corriendo el año 1973, en la revista Así, un referente del Frente de Liberación Homosexual argentino, Néstor Perlongher, declarara que el orgullo gay significaba el claro “intento de alentar a los hermanos de lucha y destruir el complejo de culpa y vergüenza que desde nuestra infancia y durante los años de existencia arrastramos como producto de la educación represiva y antihumana del sistema”.

Stonewall, entonces, como revuelta que agujereó la pared de la realidad. Una realidad que bien puede ser para muchos la única verdad, aunque no sea menos cierto que tal como la imponen los poderosos, esa realidad es reaccionaria por constituir una atmósfera asfixiante para los oprimidos. Stonewall como acontecimiento que consolida una identidad que fue la condición de posibilidad para exigir al poder político demandas políticas concretas que ampliaran derechos. Y ahí entramos al segundo de los hechos seleccionados por estas líneas. Uno que ocurriendo en nuestro país, se extiende luego a otras partes del mundo e instala lo aquí ocurrido como algo digo de mérito incluso en países que podrán no seguir el ejemplo, pero cuyos propios colectivos de la diversidad saben que lo deseable tiene una localización geográfica precisa. Nos referimos a la Ley de Matrimonio Igualitario. Otro avance enorme. No importa que en su momento algunos hayan ninguneado el logro mofándose de que el colectivo accedía a la institución del matrimonio cuando la misma empieza a caer en desuso. No importa porque el valor simbólico y político del logro era y es enorme por provocar otro hueco en el muro de la realidad. Hueco que posibilitó otras conquistas como la Ley de Identidad de Género. Ley que explica por qué desde hace un año, las mujeres trans son parte de un Encuentro que por muchos años prescindió de ellas en lo que a participación formal se refiere.

Ahora sí pueden participar. Y ello porque ya no son parte de lo que antes podíamos definir como el colectivo gay por la simple y poderosa razón de que las mujeres trans, son mujeres. Por la simple y no menos poderosa razón de que lograron enderezar todo lo que la ley en nombre de dios había torcido. Mujeres que además no se parecen mucho a la mujer estándar, porque la mujer trans se parece mucho a un particular forma de ser mujer: la mujer diva, la mujer celebridad, la mujer éxito. Si uno quisiera responder sobre el por qué de esa actitud, pueda que lo recomendable sea ir al encuentro de ese genial cronista que se dedico a desmontar la cotidianeidad nacional mexicana. Nos referimos a Carlos Moisiváis. El mismo que preguntándose por qué la mujer trans materializaba el espectáculo, llegaba a la conclusión de que era así por ser el sector del colectivo de la diversidad que más habían sufrido la marginación y la persecución. “¿De qué manera conserva su salud mental un marginado? ¿Cómo acepta el derecho a la conducta propia si el entorno lo repudia, la iglesia y la Sociedad lo condena, y la conciencia de culpa está al servicio de los dictados de la moral judeocristiana? La solución de unos cuantos es hacer de sus vidas obras de arte, para lo cual se requiere de la poesía, esa zona de resistencia”. (Carlos Monsaváis: “Los ídolos a nado”).