Ernesto González recibió el Primer Premio del Concurso Provincial 2015 en la categoría “Cuento”. La obra “El bar en la cumbre del Chañi” fue presentada el 6 de mayo en la 42 Feria del Libro realizada en la capital Federal. (Raquel Espinosa)

El texto premiado se ofrece “extraño”, poco común, para el lector desde el título: “El bar en la cumbre del Chañi”. La etimología de “bar” nos habla de una palabra que llegó a la lengua castellana a finales del siglo XIX y triunfó rápidamente. El término, que procede del inglés, primero designaba la barra que se encuentra en la parte inferior del mostrador donde los clientes descansan sus pies mientras disfrutan su consumición. Después se empezó a llamar “bar” (“barra” en español) al mostrador donde se ponen los vasos y botellas de bebidas y, posteriormente, por extensión, al establecimiento donde se expenden y consumen bebidas alcohólicas.

Asociar los bares al mundo literario no es una novedad si pensamos sólo por dar un ejemplo en la “Floridita” de la Habana, en Cuba, frecuentada por Tennessee Williams y por Ernest Hemingway quien, mientras degustaba daiquiris en ese lugar prefería “La Bodeguita del medio” para los mojitos. En Buenos Aires, en el Barrio de La Recoleta, “La Biela” inmortalizó los encuentros de Borges y Adolfo Bioy Cásares que socializaban allí sus lecturas y producciones. Y, si tenemos que ejemplificar el caso de Salta, parece oportuno citar la figura del Cuchi Leguizamón homenajeado en el casi mítico bar El Farito, cuyo tradicional local fue cerrado recientemente.

La sociedad entre literatura y café o entre literatura y alcohol resulta para algunos un logro perfecto mientras para otros es una realidad que suscita largas polémicas. Sin embargo no debe desconocerse que forma parte de un lugar común en las producciones locales y extranjeras.  Vino, cerveza, ron, wisky, vodka, chicha o cualquier otra variante no sólo han estado ligados a las vidas de los autores sino que los personajes por ellos creados los imitan reproduciendo sus hábitos. Cuenta de ello dan los protagonistas que se sientan a la mesa de ese bar llamado “La catedral” en las cercanías del Rímac que el peruano Mario Vargas Llosa inmortalizó en Conversaciones en la Catedral y algo similar sucede en el bar de Piura en la obra La Chunga. Para ejemplificar  con un caso de las letras salteñas baste sólo recordar El borracho de Joaquín Castellanos.

Fuera de los libros el tema sigue presente en el imaginario salteño (y supongo que lo mismo sucede en otras ciudades o regiones del mundo). Cantinas, tabernas, bares o bodegones y los espacios de la ciudad en los que están anclados (ciertas calles, las zonas próximas a la estación de trenes o de colectivos, los mercados o ferias, etc.) son lugares por los que transitan los poetas y los artistas, por lo menos un grupo de ellos, los bohemios que deambulan por bares conocidos o anónimos y donde se reúnen para polemizar, para leer, para filosofar o para planificar proyectos.

El bar de González

En la obra de González, que más que un cuento largo lo considero una novela, los protagonistas son integrantes de un grupo de teatro que se prepara para el estreno de una obra que tarda en concretarse porque en los ensayos siempre falta alguien, alguien deserta o algo inesperado sucede. Otros personajes son escritores que diseñan un libro que nunca se publicará o poetas cuyas coplas que deberían ser socializadas frente a un público numeroso terminan “mimetizadas en algún lugar del vertedero San Javier”. Estos seres de papel forman parte de un submundo literario y artístico condenados al fracaso, a la soledad, al desencanto, a la marginalidad, especie de “corte de los milagros” en palabras del mismo autor. Paralelamente, y como lógica consecuencia, las relaciones amorosas –familiares o de pareja- que se establecen no son precisamente satisfactorias. Prevalece la disforia, el vacío, la falta de estímulos para seguir adelante.

Emblema de todos ellos es El Caminante, soñador, andariego a pesar de la parsimonia provinciana que lo marca, observador y excéntrico con su camisa “rojo fugitivo”, sentado muchas veces frente al ventanal de algún bar-antro donde escribe o garabatea en sus cuadernos anillados.  Fiel a su apodo es el que recorre espacios físicos tan diferentes en nuestra geografía como Volcán, Maimará, Tilcara, Metán, Siancas, Molinos o Cafayate, el centro y la periferia de la capital de Salta, siempre acompañado por botellas de vino. Su utopía es llegar al Chañi, a su cumbre, donde está el bar más exótico y deseado  del que todos hablan: se trata de una taberna, ubicada donde se alzan las sierras subandinas y que regentea el diablo en la cima del nevado de Chañi.

Aquí enlazamos con la segunda parte del título. El nevado del Chañi es un complejo orográfico de 5.896 metros sobre el nivel del ar, forma parte de una larga sierra a la que da nombre y sirve de límite en gran parte entre las provincias de Salta y Jujuy, en el norte de la República Argentina. Se piensa que las primeras personas en ascender el Chañi, fueron los antiguos habitantes de la región, quienes lo hicieron con profundo sentido religioso. Siglos después, aparentemente, los jesuitas operaron en la zona pero no hay datos precisos al respecto. El ascenso a este nevado presenta dificultades técnicas y requiere de mucha experiencia en escaladas por lo que ya se ha cobrado varias vidas de montañistas que intentaron su ascenso por alguna de sus impresionantes paredes de granito y hielo, según las crónicas periodísticas.

La travesía que emprende El Caminante en la novela es, pues, quijotesca y no le resulta favorable porque regresa sin hacer cumbre. Ese bar con el que sueña y desea entrar seguirá siendo su utopía. El Chañi se levanta ante él como aquella cadena montañosa extendida entre los territorios de los dorios y focenses en la antigua Grecia: el monte Parnaso, considerado como la patria simbólica de los poetas.

En el Chañi no están Apolo ni las Musas, está el mismísimo Diablo. El Caminante peregrina en su búsqueda porque llegar al bar de Satanás sigue siendo su utopía. Algún día piensa llegar allí y ver a un ser estrafalario avanzando por un senderillo de cabras cantando coplas y haciendo tintinear tres botellas. La pena que lo acompaña es no poder acceder a la patria simbólica de los poetas locales. ¿Quién es en realidad el dueño de ese bar?  ¿Quién toma la forma de Satanás? ¿La academia, los hacedores del canon literario, los eventuales lectores, los otros escritores del medio, los temidos críticos, sus propios límites…?

Perseguido por una vieja maldición El Caminante cumple con su destino: Por el desprecio que has hecho/ Desde hoy te vas a pasar/ La vida con sed de vino/ Buscándome en cada bar./ Y el día que yo te ofrezca/ Mi vino para brindar/ Entonces y nunca antes/ Vas a dejar de penar.